Antonio Rivera Berumen

Aulendhelm Hogar de los Dioses

LOS RELATOS DEL SABER

 

II

 

Aulendhelm
Hogar de los Dioses 

 

Y empecé a saber del tiempo aun cuando seguía sin contarlo, que todo aquello que negaba su origen en su plenitud lo vi hecho. Se hubo transformado en todas las luces y los astros que en lo alto se miran preciosos; y quien negara su hermosura ni poetas se atreviesen a hacerlo, pues todo ello se convirtió en lo que hoy día se contará mañana. Fue Nairú el primero en verles, pero no les dio nombre porque ya tenían. Sin embargo, había los que yacían indefinidos y su propósito lo desconocieron. Por ello quiso descubrirlos y anhelo enseñarles; y anduvo por ahí sin más intención que la que ya tenía por tarea. Lo vi caminar por largo tiempo, hasta encontrarse con una nube celeste que era cuna de un dios enclenque y timorato. Su vigor ocultaba tras un manto de hilos rojos, mientras iluso traveseaba con una estrella que era azul y radiaba destellos. Entonces, cuando vio a Nairú venir grandioso, se llenó de sorpresa y gritó.
-¡De nuevo veo a aquél que habló en el silencio, y triunfante me ha dado el origen del cual siempre fui dueño!-. Se acercó gozoso al lado del Emisario y siguió. -Mi nombre es Atari, señor mío, o al menos es el nombre con el cual ya me conocía. Soy el menor de todos mis hermanos y el más joven de todo lo despierto.
-Y quien veo divaga aun así su comienzo ya fue, y sus ojos otros ojos esperan…-, dijo el Emisario con extrañeza. – Dime, pequeño, ¿quién más verías aquí si casi no hay nadie? Si apenas las luces musitan y los astros murmuran despiertos…
-A vosotros vería, mi señor-, respondió Atari con entusiasmo, -pues vosotros hablasteis primero cuando muchos se mantenían silentes, y vine hacia a ti como causa del desvelo que me causasteis. Anduve mucho tiempo sin más idea de la que ya tenía, y me perdí, y me hallé impaciente. Pero por fin os he encontrado y me siento glorioso.
-¿Y a qué habéis venido conmigo?-, preguntara después el Emisario.
            -Por el consuelo que encuentro carente. Que ha despertado la primera de todos los poderes y se haya triste con la pérdida de sus hermanos. He venido sabiendo que vuestra lengua conforta, y que son vuestras palabras un soplo que siempre alienta a la calma. Por ello, os pido que vengáis conmigo y me auxilies.
            -¿Y quién es ella, quien dices se siente triste y es la más poderosa?-, preguntó Nairú con inquietud.
-Ara, mi hermana, la mayor de todos los dioses; quien no se alcanza a mirar por hermosa y es lo más antiguo que hay después de los Nombrados-, respondió Atari algo ansioso. -¡Venid, mi señor, aprisa! Que se desbarata y todo en ella se vuelve ruinoso; y yo muero al saber que ella muere y me siento angustiado.
Nairú e Isindir le siguieron aun la intriga no les motivara, mas marcharon por aquellos caminos extraordinarios, maravillándose al mismo tiempo por las extrañezas que curiosas rondaban. Arribaron por fin a un espacio alfombrado con nimbos cárdenos, los cuales aguardaban un planeta difuminado en colores cerúleos, y en su cima, miraron una figura encorvada que brillaba igual que el Emisario. Le escucharon llorar, y en su llanto oyeron los suspiros vinientes de la triste suplica.
            Isindir miró el albor de la diosa, y al ver que refulgía igual al de su amo, se sintió intranquilo y le resultó extraño. Mientras tanto, Nairú frenó sus pasos, y una inquietud abrumó su mirada, pero no hizo nada porque en realidad no quería hacerlo. Vio a Atari volar hacia aquella figura, perseguido al mismo tiempo por su estrella virtuosa, pero antes de llegar a su lado, escuchó una voz decirle con apuro.
            -Que no avance más quien viene, pues en verdad no sé que quiera y no gusto el que me vean llorar.
            El pequeño se detuvo sorprendido, y dijo afable sabiendo que importunaba.
            -¿Quién más a verte vendría, sino yo vuestro hermano quien tanto te ama?
Pero hubo silencio, y la respuesta se ahogó y murió en el olvido. Entonces, Atari llegó afligido al lado de la diosa y revoloteó inquieto.
–He aquí a Nairú, pues así las luces lo llaman, y ha venido de más allá para hablar y darnos razón-, dijole Atari a la triste figura. –Dejad que os consuele querida, y ya ni la espera ni el llanto serán vuestra rutina ruinosa.
            Ara alzó su mirada cristalina y vio a Nairú con aire solemne. Comenzó a levantarse con cierta pesadez y enojada voceó.
-¡Si lloré y esperé, fue por ver llover mil estrellas fugaces! ¡Si lloré y esperé, fue por ver cien astros morir de vejez! ¡Si lloré de tristeza, fue por verlo llegar y decirle! ¡Vosotros, que brilláis como yo lo hago, quien habla arrogante y ha causado más vacío que el que había antes! ¡Hablad ahora, y decidme dónde están mis hermanos!
Entonces, la diosa se llevó sus manos a su rostro y lloró; y su relucir se volvió impetuoso, e hizo que las nubes en torno dieran un bramido de tormenta. Hubo un fragor convertido en trueno que estremeciera hasta los destellos en lo distante; y todo en rededor se agitó sin sentido, y quienes le miraron, sintieron temor.
Su hermano Atari suplicó su calma, mientras Isindir relinchaba en contra de la tronada y Nairú aguardaba turbado. Pero ella lloraba y su ira se tornaba ruinosa, y todo el espacio entero temblaba a punto de querer desmoronarse. Ya Nairú le viera y sintió tristeza, y no pudo evitar ser parte de su desconsuelo. Caminó a través de la tempestad, brillando en lo más alto de su auge, y con él trajo el sosiego aun el desorden se revelara. Todo infortunio se vino abajo, siendo la paz garantía de la victoria, y él, que en verdad era la plenitud, se acercó y su mano puso sobre su hombro.
Fue por él, que Ara supo que aun siendo su tormento si lo negaba bien lo haría; y alzó sus ojos mientras sollozaba y lamentaba su pérdida. Sin embargo, su dolencia se extinguió, y en la mirada del Emisario encontró la paz. Se enamoró de sus palabras porque en ellas escuchó verdad, y no dudó que era cierto que en lo que decía había la calma. Por ello, prometió no desesperar jamás mientras estuviera con ella; y entonces lo amó en silencio, porque ya no dijo nada y de su lado jamás la vi apartarse. En cuanto a Nairú, no tardó en comprender que igual la quería, y desde ese momento juró ser el consuelo que mucho le faltaba.
-He venido de lejos como Emisario de los que no nombro porque ya están nombrados, para dar razón a la idea que aquí se encontraba dormida-, le dijo Nairú. –Si cause el alboroto en vuestro surgir, ahora dejadme traer la quietud por la que tanto llorabas.
Y vio que Ara tenía sus ojos de colores distintos. Uno, dorado como el oro de su corona, y el otro, plateado como los cascos de Isindir. Le pidió que les llorara para continuar con lo dicho; y ella lo amaba tanto que lloró por última vez, negando así el color de sus ojos que era tan bello. Dejó que Nairú fuera guardián de su último llanto, y cuando éste le tuvo, a Atari llamó. El pequeño se acercó, y luego hubo de alabarle, y el Emisario usó su cetro en señal de reverencia para encumbrar su talante. Después, de la nube que era su cuna, fraguó un yelmo de brillantes azules que le brindó el don de la noticia; ya fuera ésta buena o fuera mala. Lo nombró su mensajero y su guía, y lo que él escuchara lo escucharía también.   
Sin demora, le pidió que tomara su manto rojo, mas él se negó cuando supo que quedaría desnudo. Entonces, Nairú le encomendó que su estrella ya no fuese su juguete y lo volviera su virtud. Así lo hizo el pequeño, y su estrella orbitó por todo su cuerpo, como parte de la integridad que lo volvía digno. A continuación, el Emisario le pidió que mirara las luces que brillaban lejanas, aquellas que iban de aquí a allá, y como no tenían nombre ni tenían dueño, las quiso. Le dijo que tomara su manto y con éste les atrapara. Pero vio Atari que eran incontables a sus ojos, y pensó que le llevaría toda una vida en alcanzarlas todas. Mas Nairú le mencionó que montara a Isindir, y como él va y viene y no se le ve, así podría terminar lo que le mandaba.
Atari encaballó a Isindir, y éste anduvo como un rayo cuando corrió, mientras el pequeñuelo desplegaba su cendal y atrapaba todas las luces en su camino. Asió varias de ellas, de todos colores y formas, y por fin las hubo cogido todas para luego presentarse ante el Emisario. El Mensajero había cumplido, y se sintió victorioso, pero a la vez estaba cansado y mucho le había costado atraparlas todas.
Acto seguido, Nairú tomó el manto y se irguió orgulloso. Agitó la prenda con gran fuerza y dejó que todas las luces en esta se escaparan de su dominio. Atari quedó perplejo y comenzó a gritar con locura, reprochando aquel acto que creyó injusto y chiflado. Se puso a llorar cuando vio a todas las luces fugarse con rapidez, y lloró mucho porque pensó que no era querido. Mas aquellas luces no escaparon lejos ni se fueron a otro lugar, sino que rodearon el planeta azulino donde estaba Ara. Se convirtieron en muros de tangible hermosura, y dieron inicio a un admirable castillo en lo alto. Una vez que terminaron de acomodarse y el castillo fue hecho, Nairú vio a Atari y le dijo.
-No esperéis que lo hecho en vida os persiga y de gloria por siempre, que si tuvo su momento contigo también con otros tendrá la misma suerte. Dejad que sea libre e inspire a lo más confundidos, que si hoy lo que hicisteis fue bello, no dudéis que mañana será hermoso.
Le mostró aquel precioso castillo sostenido en muros lustrosos, y Atari, al verle, no negó que era sublime e incluso elogió su forma. Entendió después que Nairú era sabio y siempre quiso servirle. Para ello, el Emisario dijo.
-Ellas son las Estrellas, con las cuales edifiqué Aulendhelm; y brillaran sin descanso para quien se encuentre perdido. Espero que vuestros hermanos vean el fulgor de mi aula y vengan en busca de su luz, porque sólo juntos he de hablar lo que me encomendé decir al último.
Ara le vio, y lo encontró maravilloso, pero Nairú no había terminado lo que debía terminarse y no se sintió contento. Entonces, sobre el astro garzo liberó las lágrimas de Ara, y aquéllas cayeron al suelo y causaron magia. Después, levantara su cetro y diole un golpe a la superficie del planeta, lo que resultó en un estruendo que hizo que se quebrara y se abriera deforme. Nacieron frente a sus ojos dos sillas celestiales, iguales en gloria como lo eran en belleza; y se hicieron los sitiales de los dos que sólo brillaban y tenían principio. Los vi, y me embelesaron, y siempre me resultó difícil narrar su hermosura. Pues una silla era igual de dorada que el oro de los Hombres, mientras la otra que le hacía compañía, era de colores plateados, similar a las riquezas de la memoria.
Se sentó Nairú en la silla de oro, y su luz adoptó su luz, por lo cual se hizo señor de Aulendhelm aun así no lo quisiese. En seguida, vio a Ara, y le pidió que esperara junto a él la llegada de sus hermanos; y Ara, que mucho lo amaba, se sentó a su lado en la silla de plata. Así su luz adoptó su luz, y se hizo señora de Aulendhelm aun así no lo deseara. Se tomaron de la mano y juraron no separarse nunca; y su unión fue motivo de grandeza, porque de ello, se originó el infinito.
 Eso se contó de Aulendhelm, el Aula Celeste, hogar de los primeros a quienes hube llamado los Dioses. Un castillo hermoso, hecho de bellas estrellas luminosas, cuyos cimientos bañados en cristales eran sostenidos por nubes azules y rosas. Se erguía alto en lo inmenso de aquel esplendor; y el albor era siempre bienvenido, y los celajes cósmicos en rededor aguardaban principados de gran magnificencia. Quién lo hubiera negado, cuando todo había sido ordenado por Nairú.    
 

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Published on e-Stories.org on 08.02.2011.

 
 

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