Jaime Valero

Sábanas

El sexo es como un truco de magia. Tiene parte de brujería y parte de engaño. También, y como ese juego de manos que tanto nos fascinaba en la infancia, pierde el encanto cuando nos cuentan el truco. El sexo es un encuentro entre dos o más contendientes que batallan en una lucha hedonista. Existe una primera vez que, desde tiempos inmemoriales, ha sido mitificada hasta la saciedad por el humano aún novicio. Ha sido motivo de fantasías, verdades adornadas o, incluso, cruentos crímenes, si se consideraba que la mujer se había despojado de la inexperiencia antes de lo debido. El sexo acompaña al humano durante toda su existencia, con diversas intensidades y apariencias. Hay otros humanos que jamás cruzan sus pasos con él, así que se mueren con la duda y un fallo en el corazón.
 
Las sábanas han sido los testigos preferidos para esta clase de encuentros. Los amantes abandonan sus formas e identidades anteriores, sus nombres, sus manías, sus recelos; cuando la sábana los envuelve y los oculta del hurón mundo exterior, ya no hace falta seguir fingiendo que son lo que no son; cuando aman, no han nacido para nada más, como dicen por ahí. Desde fuera, no son más que un bulto inquieto bajo el tacto de una sábana blanca con lunares verdes. Desde dentro, un viaje de diez minutos que finaliza en la fea realidad de la que se parte. El sexo saca lo más oscuro de nosotros, pero también lo más bello, lo más puro. Si lo analizamos racionalmente, no es más que una actividad un tanto estúpida y agotadora. Pero jamás lo hacemos, porque la razón muere a manos del calentón. El sexo nos devuelve a nuestro origen, a nuestra esencia animal. A nuestro instinto más básico. Supongo que a Nietzsche le encantaría el sexo. También, si la hubiese conocido, le habría encantado Sharon Stone.
 
“Sexo” es una palabra fuerte y poderosa capaz de ruborizar con su sola presencia a un gran porcentaje de la humanidad. Porcentaje que trata de amansarla suavizando su pronunciación. Les basta con decir “seso” y quedarse tan tranquilos. Como si para follar se utilizase el cerebro. Así les pasa, que lo hacen tan mal que no pueden ni pronunciarlo sin ver herido su orgullo. Sin embargo, esta palabra que suena tan fuerte y ruboriza a tanta gente, no sería más que un significado hueco si no existiesen los significantes apropiados. Si no existiesen las vidas que ponen nombre y apellidos, rostros y genitales a los conceptos. La vida es mucho más significativa que estas palabras de papel.
 
 
 
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Papel de fumar, la incansable luz parpadeante del móvil, el filo de la llave que abrió las puertas que alejan de la inocencia en el centro del claro que forma el haz del flexo en la negrura. Una funda de plástico, rasgada, una revista colorida que pretende dar consejos. No hay nada más encima de la mesa. El resto del cuarto es negro, blanqueado por fantasmas que hacen las veces de amantes envueltos bajo las sábanas. El principio es tenso, con cientos de dudas que surcan el ambiente, ligeramente ahumado, esperando ser satisfechas. Se repiten susurros en las orejas, viejas fórmulas que buscan calma y complicidad. La misma situación se ha repetido en millones de lugares a lo largo de millones de años. Pero nunca en ese escenario ni con esos protagonistas. Muchas veces, la noche del estreno determina la trayectoria futura de una obra. Como en el teatro, saberse el papel de memoria no siempre es sinónimo de una buena función. Hacen falta la pasión y la entrega de los actores. Como uno de ellos caiga en el miedo escénico, la flacidez está asegurada.
 
Las sábanas comienzan a revolverse, descompasadas, una vez que él y ella han superado la primera fase. Unos gemidos ahogados anuncian el principio de la rotura. La rotura con esa existencia individual que, de continuarse hasta cierta edad, puede conducir a la amargura o al más profundo histerismo. Una mano busca, quizá nada, entre una masa oscura de cabello, mientras otra, de dueño distinto, atraviesa una pálida llanura y se desborda al toparse con la mella que indica su final. La inexperiencia se convierte por fin en algo bello, inusual.
 
Ella pasa unos instantes callada, con los ojos clavados en algún punto indefinido de la negrura, a salvo de la mirada de él. Sólo su iris era capaz de encender su pudor y convertirlo en colorete. El resto de su ojo le obligaba a torcer instantáneamente la vista si no quería comenzar a temblar. Él, embebido de la novedad, no se apercibe de tal lucha interior. La mano de ella ya ha caído en su hombro. La otra se revuelve sobre los pechos como si estuviese buscando a tientas algo que está dentro de un bolso. Una sábana resbala de sus cuerpos y forma una cascada hasta el suelo. Allí eclipsa media deportiva y unas braguitas blancas, pequeñas y humedecidas. La cama comienza a chirriar, dando muestras de fatiga. Si las camas se pensaron para dormir, no podemos pretender que aguanten sin resentirse una actividad tan opuesta como el sexo. Él comienza a emitir sonidos, pretendidamente graves, que se suman al tono agudo y monótono que mantiene ella desde hace un rato. La cama pone los coros, con tanto sentido rítmico como el que tendría un gato sin piernas traseras al que le diésemos un par de baquetas. El muchacho hace lo que puede, pero ella no logra evitar la urgencia de soltar una exclamación dolorida. Entonces se suman nuevos susurros al coro de sonidos novatos. Una pausa. Miradas. Jadeos largos y repetidos que no encuentran aire para desaparecer. Miradas. Vuelven los sonidos.
 
Sus cabezas están muy cerca ahora. También, aunque no lo saben, lo que tienen dentro. Ambos se han liberado de unas dudas, pero han sido apresados por otras. Están obnubilados por el abismo que distancia experiencia de lo planeado. Ven imágenes de películas de “mirar a escondidas”, de relatos adolescentes en noches de verano, de testimonios en letra impresa y papel satinado. Y no concuerda. Algo no encaja. Otra pausa. Esta vez, ella parece que va a comerse el suelo, justo lo contrario que cuando la inocencia que perdió fue la etílica. Las sábanas vuelven a inquietarse una vez más, y esta vez ya no deberán volver a pararse hasta el clímax. Las preguntas, como en las conferencias, al final.
 
El tiempo y la repetición acaban con la frialdad, así que ella no tarda en suspirar con mayor fuerza. Cuanto más agudos suenan los suspiros en la oreja de él, más bailan las sábanas en medio de la negrura. Cuanto más lo hacían, más fácil resultaba la siguiente tanda. El cuarto comienza a llenarse de una vida que no existía —o, al menos, no se percibía— apenas unos minutos atrás. Dos que se convierten en uno y montan más escándalo que cuando estaban por separado.
 
La sábana que cayó al suelo ha seguido deslizándose por su descuidada superficie. Alcanza ahora el bajo carcomido de unos vaqueros. El haz de luz de la lámpara se mantiene estable hasta que un codo fortuito golpea un extremo de la mesa. El círculo luminoso se tambalea y oculta fragmentos de llave, pero acaba recuperando el equilibrio. A ellos les basta un quejido y un taco, pues ya nada puede parar lo que han empezado. Nada, salvo el final, que llega con un aullido más célebre que el de Allen Ginsberg. El aullido que comienza ahogado y termina triunfante como Julio César. Ella lo escucha con los ojos fuertemente cerrados, como ajena a tan trivial asunto. Él ve por un segundo a la increíble tetuda a la que no se tiró por no haber visitado la farmacia. “Mejor tarde, que nunca”. Amén.
 
Un nudo de látex pone fin a la función. Los fantasmas han desaparecido, quizá muerto, y la negrura gana terreno. Sólo queda una mancha blanca, arrugada, que hace las veces de sábana, cubriendo a los que descansan de ser amantes. Un húmedo chasquido de labios y un abrazo. Un “¿te ha gustado?” y silencio absoluto. Ella vuelve a comer suelo. Esta vez, desde el cogote del otro. Él incrementa la presión de sus brazos y se hunde en la masa de cabellos rociada con Yves Saint Laurent. Ahora sólo queda aderezar lo ocurrido con picardía suficiente para avivar el interés de los amigos. Él enciende un cigarro. Ella le pide unos tiros.
 
Un rato después, la sábana del suelo ya ha detenido su incursión al pasar la tercera baldosa empezando por la izquierda. El escenario se mantiene intacto, pero ya no hay actores. El único testimonio que queda de lo ocurrido es una pequeña porción de sábana que se ha teñido con el carmesí de la inocencia que marchó. Una colilla asoma entre la ceniza y los restos de cigarros desgarrados. Es la culminación del rito. Nunca deberían prohibir fumar en la cama. Y mientras, un espejo que ha hecho de espectador mudo durante todo el rato refleja el brillo desgastado de las llaves.
 
 
 
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Las llaves parecían no querer encajar en la cerradura del coche. No era culpa suya. La mano temblequeaba casi imperceptiblemente, aunque lo suficiente para evitar que él cerrase el coche. Al final, lo consiguió. “¡Me cago en todo”, y arreglado. Se volvió y pudo contemplar la puerta que lo conducía a lo que deseaba pero le hacía temblar el pulso. Se dirigió al portero del edificio y le dio un nombre de mujer. Las indicaciones lo guiaron hasta la puerta apropiada. Se detuvo delante y ahogó en silencio los aguijonazos del estómago con la mirada fija en la letra dorada que aportaba a la puerta el rasgo de distinción convenido. Era como la primera vez. Aunque no una de la que sentirse orgulloso. Sin embargo, él tampoco se sentía orgulloso de su desvirgue, así que sí que iba a ser como la primera vez, después de todo. Los nudillos se estrellaron contra la puerta, y ésta se abrió. Alí Babá nunca lo habría hecho de este modo, pero en la actualidad valoramos más a la gente por sus actos que por sus palabras. Ella nunca le habría abierto la puerta al bueno de Alí, pero sí al hombre al que conoció unas noches atrás en medio de luces musicales y vapores de Jack Daniels. Se miraron en el umbral de la puerta, midieron sus posibilidades, y tomaron aire. Ella le invitó a entrar. Él entró, y no olvidó quitarse el anillo.
 
Cuando uno es infiel, los preliminares no son más que intentos de adormecer el recuerdo con estímulos nuevos. Son sirvientes del carpe diem que nos atan con grilletes al presente. Él no paraba de ver dos rostros en su cabeza. Uno, el que tenía delante, contraído en una mueca amorosa de piel ruborizada. El otro experimentaba diversos cambios en sus facciones: odio, tristeza, desconocimiento; en unos segundos, pensó cientos de reacciones posibles y agudas respuestas a cada una; veía a su mujer. Por segunda vez, a su amante. Casi soltó en alto un “ojos que no ven”, pero se distrajo con la primera aparición de los senos en la escena. Seguía viendo dos rostros, pero uno de ellos comenzaba a difuminarse gradualmente. Ya no oía su voz furiosa ni reparaba en el surco de las lágrimas ni el bailoteo nasal dentro del pañuelo. Tampoco vio las tradicionales maletas en la puerta. Pronto sus ojos sólo miraron hacia fuera, se olvidaron de mirar hacia dentro, así que sólo quedó un rostro. Palpable, un rostro que existía de verdad en ese momento, y no la evocación culpable del pensamiento. Él lo observó desde abajo del ombligo. Ella mostraba su aprobación con susurros de gatita y movimientos repentinos de pelvis. Él, ya rendido, acercó su nariz a la otra nariz, su alma a la otra alma. Abajo quedó el anzuelo, hecho carne y depilación. Ella había aprovechado para alargar el brazo y dejar que sonase la sensual trompeta de Chet Baker. La lengua por el oído, lo oral por lo acústico. Dos besos más y rasgaron el plástico a ver si tocaba premio.
 
Se dejaron llevar por la experiencia, con una lección ya de sobra aprendida, pero en una asignatura muy diferente. Les bastaba con actuar de memoria, aunque no by heart, como dirían los ingleses. El corazón no tenía mucha cabida en este asunto, a parte de regar con plasma las erecciones. Él pasó unos segundos con los ojos completamente cerrados. El fundido en negro le devolvió una imagen que no era la que esperaba. Sus ojos se habían acostumbrado a capturar ese gesto tan característico que ponía su mujer cuando echaban “el de buenas noches”. Ahora transmitían un gesto similar, pero grabado en una persona distinta. Parpadeó y siguió viendo lo mismo. Recordó entonces lo de la infidelidad y todo eso. Las sábanas continuaron bailando con ritmo uniforme y preciso que, eso sí, cada cierto tiempo declinaba.
 
Ella no estaba siendo infiel por una mera cuestión de horario. Su longevo marido no quiso esperar hasta las seis, cuando nuestra crónica comienza, para abandonar su cuerpo, así que murió a las cuatro y treinta y siete. Menos de dos horas después, su mujer ya tenía la cuenta bancaria y las vergüenzas llenas. No fue mal negocio. Al fin y al cabo, el viejo no chocheaba tanto como para no haber sido consciente de la letra pequeña. Seguramente, mientras ella sudaba con ese hombre, el viejo la miraba desde el cielo, comprendiendo por qué las relaciones con cuarenta años de diferencia estaban condenadas al fracaso.
 
Fuera quien fuese el infiel, desapareció cuando ambos se hicieron uno bajo las sábanas. Ella gritaba un poco más de la cuenta, pero hacía mucho que no cataba sexo de tal calibre, así que no le importaba entusiasmarse de una sola vez por todas las que faltaron. Él empezó a imaginarse que estaba en una peli porno y la cama comenzó a gritar asfixiada. No era una cama muy vieja, pero estaba acostumbrada a una vida más relajada. Desde ese día, ya no volvió a ser la misma.
 
El asunto comenzaba a alargarse, y ella ya había tenido tiempo de tener un par de cosquilleos en la ingle seguidos de taquicardia y sendos “¡oh, cariño!”. Desde hacía rato, él  se entretenía mirando la cabellera que caía sobre la blanca espalda que acababa justo en sus genitales. Las paredes notaban el impacto del sonido que hacían ambos cuerpos al chocar. Cada vez con menos pausa entre ellos. Todas las sábanas navegaban ya por el suelo, la cama seguía pidiendo clemencia. Por suerte para ella, sólo le quedaban diez segundos de sufrimiento. Una vez cumplidos, la cama descansaba con dos cuerpos exhaustos encima. Una oreja captó un par de jadeos a muy poca distancia y, después, un charles animado que abría camino a una nueva pieza. Otro nudo y fin de la función.
 
Las dudas tampoco faltaron al espectáculo. Inquietaban antes con su confusa apariencia e inquietaron después, con nuevas formas y enigmas. La cama volvió a vaciarse. Ella no fue muy lejos, sólo dos puertas a la izquierda. Una chica aseada. Él se marchó con pocas palabras, que encima no alcanzaron ni la categoría de murmullo. Los ojos se evitaron en todo momento y sólo se atrevieron a rebelarse por la espalda. Ella encendió un cigarro arrugado y él llegó al portal en un tiempo récord. Volvió a echar un vistazo al edificio y arrancó. La nevera de ella siguió enfriando, para mejor ocasión, una botella de champagne.
 
 
 
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Champagne y velitas, pensaban que eso lo arreglaría todo. Veintipico años de matrimonio y querían arreglarlo con champagne y velitas. Ninguno estaba muy convencido de que fuese a funcionar, todo sea dicho, pero confiaban enormemente en Richard Gere y Julia Roberts. Escogieron un sábado noche para probar, por eso de que no echan más que puta mierda en la tele. La bañera se tomó la noche libre gracias al reuma (el suyo no) y los pucheros tuvieron que hacer horas extras para embriagar el estómago antes de nada. La cena transcurrió con normalidad. Al fin y al cabo, nadie necesita quererse para llenar con gusto el estómago. Eso sí, los platos se ruborizaron porque ninguno de los dos dejó de mirarlos durante toda la comida. Una vez que estómago y lavaplatos estaban llenos, llegó el momento de la verdad.
 
Las luces habían sido suavizadas con premeditación. En el aire fluía un discreto olor a incienso (recomendado por la típica amiga jipi de ella) y un hilo musical que repetía una y otra vez la misma canción. Por alguna extraña razón, a las parejitas les encanta hablar de “nuestra canción” sólo por haberse revolcado con ella de fondo. Como si Brian Ferry la hubiese compuesto exclusivamente para un único par de cursis o los Beatles cantasen “Love me Do”  sólo para esos dos que se metían mano en los años 60 en medio de un alocado guateque. Ni él ni ella habían caído en esto de la posesión de canciones hasta que la tele y las novelas rosas hicieron mella en su relación. Decidieron quedarse con “Qué difícil es hacer el amor en un SIMCA-1000”. No era muy erótica, pero sí bastante más realista que las demás que terminaron desechando.
 
Se acomodaron gracias a que el sillón puso de su parte. Habían tomado la precaución de cegarse con un poco de alcohol. De nuevo, volvían a estar como tantos años atrás, en su primera cita, sentados el uno junto al otro, sabiendo que el otro responderá a su impulso, pero sin atreverse ninguno a dar el primer paso. El silencio, matizado por Los Inhumanos, comenzó a apretarles por encima de la nuez. Él la miraba. Veía ese rostro que podía reproducir casi de memoria a fuerza de costumbre. Cerró los ojos y la vio, pero esta vez con veinte años menos. Cuando los abrió, las arrugas volvieron a su sitio. Tenía delante a la persona con la que juró pasar el resto de su vida, en salud y enfermedad, en pasión y rutina. Ella le miró. Tenía delante al joven que la desnudaba en los baños públicos, incapaz ahora de articular palabra o iniciar cualquier acercamiento amoroso. Ella tampoco se atrevía. Las brasas pueden mantenerse mucho tiempo sin combustible nuevo, pero, de ningún modo, eternamente.
 
De perdidos al río, acabaron como cualquier binomio hombre-mujer sin nada que perder: uno tumbado encima del otro. El sofá se ganó un nuevo tapizado por aguantar el numerito. Ambos comenzaron con los truquitos aprendidos en más de veinte años de profesión. El mordisco en la oreja que siempre funciona o la mano furtiva que acaricia un clítoris. Pero, como todo truco, pierden su gracia cuando los hemos visto hacer tantas veces que hasta nosotros mismos somos capaces de emularlos. Sería un absurdo que Rembrandt hubiese pintado una y otra vez el mismo cuadro. Que Cortázar hubiese escrito una y otra vez el mismo relato. ¿Por qué entonces no nos resulta absurdo hacer una y otra vez el mismo amor? Hacerlo de memoria, de carrerilla, sin arriesgar, sin probar. Sin amar. Ninguno de los dos se lo había planteado nunca, así que se pasaron los siguientes diez minutos esquivando ojos y forzando posturas demasiado sofisticadas para su edad.
 
Con el final, no se oyeron trompetas ni cánticos celestiales. Sólo toses asmáticas y húmedas que evidenciaban que no estaban ya para esos trotes. No hizo falta nudo alguno, pues la naturaleza ya se había encargado de eso unos años atrás. Cuando a ella le cambió el carácter y a él se le despertaron las manías. Ella fue al baño y lloró. Él lo pospuso para dos horas más tarde porque se topó con una peli que le interesaba en un canal de pago. Cada vez quedaban menos sábados para salir a flote, pero desesperarse no iba a servir de nada.
 
 
 
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Nada mata y da vida tantas veces como el sexo. Nadie lo conoce realmente hasta que tiene la oportunidad de sumergirse en él. Cada nueva incursión es como una primera vez. O, al menos, así debería serlo. De lo contrario, no nos queda más remedio que refugiarnos en la infidelidad o ahogarnos en la rutina.
 
El sexo es como un truco de magia, pero uno que no deberíamos desentrañar nunca. Para no perderlo, tendremos que ser siempre ese chiquillo de ocho años que se quedaba embobado al comprobar que, después de tanto barajar, el as de corazones no estaba en la baraja, sino que aparecía, doblado en cuatro partes, en el bolsillo de la chaqueta del ilusionista.
 
 
 

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Published on e-Stories.org on 30.08.2006.

 
 

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