Jona Umaes

Dilema

          Alberto y Lucia llevaban unos meses saliendo. Como cualquier pareja de enamorados el tiempo juntos era el paraíso hecho realidad. Ya habían dado el paso de presentar cada uno a su familia. Lucía era divorciada, de cuarenta y dos años, había tenido a su hija muy joven. Juntas no evidenciaban el parentesco real que las unía pues a ella le gustaba cuidarse y aparentaba menos edad. Alberto no llegaba a los cuarenta. Tuvo un matrimonio turbulento, un suplicio que duró dos años. Se divorció sin descendencia.

          Él fue el que dio el primer paso y quiso que ella conociera a sus padres. Realmente no tenía importancia, llevaban poco tiempo, pero sus progenitores ya estaban al tanto de que Alberto estaba saliendo con una mujer. Él les había hablado de Lucía y sentían curiosidad por conocerla. Fue un primer encuentro agradable. Ella les cayó bien. Estuvieron poco rato, el tiempo de tomar una infusión y picar algo. Luego se fueron al centro a dar una vuelta. Bromearon con el tópico de la bruja suegra, de celos imaginarios y ese tipo de cuestiones que suelen surgir con las nueras. Los dos estaban tan idiotizados el uno con el otro que solo podían reírse de esos problemas, que, por otro lado, no tenían razón de ser en aquellos momentos.

          Tuvo que pasar un tiempo más antes de que Lucía se decidiera a llevarlo a su casa. Él, por otro lado, no había mostrado mucho interés. Las cosas marchaban bien y ese era un tema que únicamente concernía a ella. Para Alberto, lo importante era que pasaran tiempo juntos. En su casa estaban bien. Allí no les molestaba nadie y tenían libertad absoluta. No era lo mismo si iban a casa de Lucía. Su hija vivía allí, y aunque parase poco en ella, no podían estar del todo tranquilos porque podía aparecer en cualquier momento. El día que ella lo invitó a comer, le dijo a Susana, su hija, que no hiciera planes porque quería que se conociesen. Aunque no lo aparentara, la joven estaba preocupada de con quien andaba la madre. Solo conocía a Alberto de lo que le contaban, todo bueno, dado el poco tiempo que llevaban.

          Al principio, con los tres sentados a la mesa, el ambiente era espeso. Urgía que alguien rompiese el hielo. Alberto estaba algo tenso porque la hija de Lucía lo escrutaba con la mirada. Susana tenía gran parecido a la madre, la forma del rostro y la boca, el porte en general. La nariz sí era distinta, al igual que la frente, más amplia. Para deshacerse de la incomodidad de los ojos que parecían radiografiarle, se giró repentinamente hacia la muchacha y le preguntó qué tal le iban los estudios.

—Bien, estoy terminando un máster de administración de empresas. Espero que me salga trabajo pronto. La verdad es que estoy cansada de estudiar.

—Sí, eso suele pasar. Tener un empleo es importante. Te da seguridad e independencia. Se ven las cosas de otra manera, ¿verdad cariño? —dijo girándose hacia Lucía, para todos interviniesen.

—Claro que sí. Yo siempre se lo digo. Tiene que ganarse la vida y dejar el nido. Pero la veo muy cómoda, aquí se lo dan todo hecho. No quiere alejarse de los brazos de su mami.

—¡Mamá! —dijo la hija sonrojándose— No puedo trabajar y estudiar al mismo tiempo, ya lo sabes. Hoy en día todo el mundo tiene másteres y no por eso es más fácil encontrar empleo.

—Es cierto —terció Alberto—, pero si no encuentras de lo que quieres, puedes trabajar en otras cosas mientras llega tu oportunidad. Todos hemos pasado por eso.

 

          El almuerzo siguió su curso y charlaron de distintos asuntos. El vino y la cerveza ayudó a relajar más aún el ambiente y bromearon sobre lo que emitían en la televisión en esos momentos. Se encontraban muy a gusto los tres. Parecían como una familia cualquiera, a pesar de ser la primera vez que estaban juntos. Llegó la tarde y la noche de invierno cayó repentinamente. Cuando Lucía acompañó a Alberto a la puerta, iba muy contenta.

—Le has caído bien. ¿Es importante para mí, sabes?

—Me alegro de eso. Lo he pasado estupendo —y la cogió de la cintura para atraerla hacia sí y besarla.

—¡Aquí no, tonto! No estoy cómoda. Mi hija nos puede ver.

—Vamos al coche un momento.

—Pero un rato chico, estoy cansada.

 

          En el vehículo se cumplieron las leyes de la relatividad. Estuvieron cerca de una hora, que correspondían a cinco minutos de su tiempo, comiéndose a besos y empañando los cristales.

—¡Uf! ¡Qué tarde se ha hecho! Mañana tengo que trabajar. ¡Me voy! –dijo ella.

—Mándame un mensaje cuando estés en la cama.

—Sí. ¡Hasta ahora!

 

          Como cada noche, se despidieron con más besos escritos y palabras de cariño. Al día siguiente y como cada mañana, se dieron los buenos días de igual forma que la víspera. Era un ritual del que no podían prescindir y que lo unía cada día más. Desde aquella jornada las cosas cambiaron. El hecho de que Alberto conociera al fin a Susana, hizo que pasara más tiempo en casa de ella. Unas veces podían estar a solas, pero otras, aparecía la hija de improviso y les hacía compañía, pues era su casa y no tenía por qué dar explicaciones de cuándo regresaba. No había problema, reservaban los momentos de intimidad para cuando estuviesen en la casa de Alberto. La buena relación entre la pareja y la joven continuó como desde el primer día. Se llevaban bien de forma natural, sin atisbo de incomodidad o distanciamiento. A veces, Lucía salía a comprar mientras Alberto preparaba la comida. A Susana no le gustaba cocinar, pero él se las ingenió para, mientras hablaban, ella le ayudase a preparar la comida. De ese modo, y sin que se diera cuenta, consiguió, poco a poco, que se aficionara al arte culinario.

          Lucía no sabía cómo agradecérselo. Su niña nunca había mostrado interés en la cocina. Decía que le aburría. Y él, en tan solo unos pocos días, le había dado la vuelta a la tortilla. De lo que no se dio cuenta Alberto es que, en aquella joven, que ya era toda una mujer, nació un vínculo especial hacia él. Mientras más lo trataba más le gustaba su compañía. Como siempre, los hombres son los últimos que se dan cuenta de esas cosas, pero Lucía empezó a percibir algo en su hija, aunque no sabía concretar de qué se trataba. Como no vio cambio alguno en el comportamiento de su pareja, pensó que no tenía importancia.

          Uno de esos días que Alberto y Susana se quedaron unos momentos a solas, mientras Lucía se terminaba de arreglar en el baño, ambos veían la televisión desde sendos sillones. Ella se había puesto muy guapa. Había quedado con sus amigos y estaba haciendo tiempo hasta que le mandaran un mensaje. Llevaba un vestido rojo de tirantillas, con una larga raja desde la cintura. Él nunca la vio de otra forma que la hija de su pareja, pero al verla tan bella, no pudo evitar mirarla disimuladamente con admiración. Tenía las piernas cruzadas y mostraba su muslo lozano. Alberto se sintió incómodo. Hasta ese momento no se dio cuenta de la belleza de aquella muchacha por la que muchos hombres seguro suspiraban. Había quince años de diferencia entre ellos. Susana lo tenía presente, pero no le importó que fuera la pareja de su madre, o quizás fuese que, por su edad, no pudiera controlar el instinto de reclamo y seducción. Cruzaba las piernas de un lado para otro de tanto en tanto. Percibía y le divertía la incomodidad de Alberto. Aquel hombre le atraía, era su secreto, no se lo había contado a nadie.

          Al fin sonó la notificación en el móvil de Susana y se levantó para irse. Alberto suspiró aliviado. Estaba realmente alterado.

—¡Mamá, me voy ya!  —dijo gritando, pues la madre continuaba con el secador de pelo.

—¡Vale, que te diviertas!  —contestó Lucía, en voz alta.

—Hasta luego, Alberto —dijo ella sonriéndole.

—Hasta luego. Que os lo paséis bien.

 

          Cuando Susana se volvió hacia la puerta de salida, Alberto no pudo o no quiso retirar la mirada del contoneo de la muchacha. Aquel vestido le marcaba cada curva de su cuerpo. Al rato, Lucía apareció guapísima y con sonrisa radiante. Alberto se quedó con la boca abierta. Estaba loco por ella. La habría desvestido en ese momento si no fuera porque tendría que esperar otro tanto más para que se arreglara de nuevo y pudieran salir.

          A pesar de estar hasta las trancas por Lucía, no se le quitaba de la cabeza la imagen de la hija con el vestido rojo. Las sucesivas veces que estuvo en casa de Lucía, evitaba estar a solas con Susana. Si su pareja decía de salir un momento, él quería acompañarla. Si en algún instante quedaban la joven y él a solas, tan solo la miraba fugazmente para hablarle, evitando prolongar el contacto visual. Y es que Susana se había obsesionado con él. Alberto lo notaba en su mirada, no era la misma de días atrás. Se ponía ropa que le ceñía y marcaba su cuerpo joven. La madre le regañaba y le decía que se cambiase, pero la chica hacía oídos sordos. Alberto se sentía del todo incómodo. Se ofrecía para ir a hacer las compras él, y así no tener que quedarse a solas con la joven. Mientras estaba fuera, madre e hija discutían. La historia se repetía una y otra vez. Susana terminaba cediendo y se cambiaba a regañadientes.

          En una ocasión, Lucía tuvo que salir de urgencia por un tema del trabajo. Le dijo a Alberto que no tardaría y que se entretuviera con algo. Al rato llegó la hija. Había ido a correr y venía acalorada.

—¿Mamá? ¿Estás en casa? ¡Ah! ¡Hola, Alberto! ¿Y mi madre?

—Hola. Ha salido un momento, no tardará.

—¡Uf! ¡Qué calor! Hace un día estupendo. Voy a darme una ducha.

 

          Alberto suspiró de alivio porque la chica no se sentara a hablar con él. Estaba deseando que llegara Lucía. El tiempo pasaba y no aparecía. Quien sí apareció, de nuevo, fue la joven en albornoz con una toalla sujetando su cabello húmedo.

—¿Aún no ha llegado mi madre?

—No, debe estar al caer.

 

          La chica se acercó y se interpuso entre él y la televisión, desató el nudo del albornoz y este cayó al suelo. Alberto se quedó cuajado. Susana terminó de desvestirse quitándose la toalla de la cabeza. Sus cabellos mojados cayeron sobre sus hombros.

—¿Pero, qué haces, chiquilla? —fue lo único que pudo articular. Quedó hipnotizado ante aquel cuerpo que se exhibía sin pudor.

—¿Es que no te gusto?

 

          Alberto fue incapaz de responder. La excitación le embargaba y el corazón comenzó a golpearle el pecho. A duras penas pudo levantarse y dirigirse al baño, dejando a la chica sola. Echó el cerrojo y se refrescó la cara y el cuello con agua fría. Susana lo había seguido y tocaba en la puerta.

—¿Por qué huyes de mí?

—Susana, por favor. Quiero a tu madre. ¡No hagas esas cosas!

—Pero yo te deseo. No lo puedo evitar. Sé que te gusto. ¡Ábreme!

—¡No! ¡Vístete! Tu madre está al llegar. ¿Qué va a pensar?

 

          Se hizo el silencio. La chica se había retirado. Al poco rato, escuchó pasos de tacones. Lucía había vuelto al fin. Alberto salió del baño. Intentó disimular su turbación, pero no lo consiguió. Ella le preguntó qué le ocurría. Él le dijo que se había sentido mal de repente y había ido al baño a refrescarse.

          La imagen de Susana desnuda ante él se le quedó grabada en la memoria. Era cierto que se llevaban muy bien, habían congeniado como si se conocieran de toda la vida. Se sentía culpable por pensar en ella. Era la hija de Lucía. Estaba ofuscado. La diferencia de edad no era tanta. Él era joven aún, pero, por otro lado, sus mundos eran muy distintos. “¡Qué tonterías se me ocurren!” Se decía. ¡Alberto!, ¡Céntrate! La tentación había llamado a su puerta. Aquello era como una prueba. Él amaba a Lucía, pero se estaba obsesionando con la chica. Dejaría pasar los días. “El tiempo pondrá las cosas en su sitio”, se decía.

          Desde aquel incidente frecuentó menos la casa de su pareja, pero cuando coincidían los tres, la joven y él se cruzaban miradas cómplices por lo sucedido. Tenían un secreto que no podía salir a la luz. Él la idealizó. Era una mujer que no podía tener debido a las circunstancias. Se seguía encontrando muy a gusto con su pareja, todo iba bien entre los dos. ¿Por qué estropearlo por un calentón? ¿O era algo más? Ya no estaba seguro de sus sentimientos. ¿Cómo iba a decírselo a Lucía? Sería la debacle. Terminaría solo si lo intentaba.

          Se lamentó de su suerte. El destino le había jugado una mala pasada. Tenía que tomar una decisión y rápido, porque terminaría volviéndose loco si no lo hacía. Tras pensarlo fríamente, se le ocurrió una idea en la que todos saldrían ganando. Por supuesto, no le diría nada a su pareja. Sabía que los sentimientos de la chica hacia él pasarían. Susana era muy joven y estaba seguro de que se trataba de un antojo pasajero, al igual que sus pensamientos hacia ella. Un compañero de trabajo con el que tenía una estrecha amistad tenía un hijo de la edad de la joven. Lo conocía porque en más de una ocasión habían visto el fútbol en su casa y el muchacho les acompañaba. Era de buen ver. Pensó que haría buena pareja con la chica.

          Le dijo a su amigo que iba a organizar una barbacoa en el campo. En principio iban a ir Lucía, la hija y él. Le convenció para que les acompañaran. Iría también su esposa y el hijo. Como tenía confianza con el muchacho, le habló de Susana. Le contó que era una buena chica y no tenía pareja. Estaba seguro de que se iban a gustar.

          Llegó el día de la comida en el camping. Tras las presentaciones, todo fue como tenía que ir. Las dos parejas hablando de cosas de su edad y los dos muchachos de las suyas. Alberto miraba de vez en cuando a los jóvenes hablar animadamente. Susana terminaría olvidándose de él al interponerse el muchacho. Fue una jugada maestra de la que se sintió satisfecho. Había hecho lo correcto, aunque nunca olvidara la imagen de la muchacha exponiéndose ante él en todo su esplendor. Eso sería un recuerdo del que no se desprendería y que guardaría con cariño porque, realmente, no ocurrió nada entre ellos. Solo fue una de esas situaciones, de las que no se eligen, que quedan en la memoria por su particularidad.

 

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Published on e-Stories.org on 06.02.2022.

 
 

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