Jona Umaes

La máquina de "da Vinci"

          Podía ver el río y las casas al pie a través del cristal sembrado de Flores de lis. Me encontraba en un salón con numerosas columnas con bonitos brocados de cruces de pies en abanico. Como en todos los castillos, me producía una extraña sensación de vivir en dos épocas al mismo tiempo. Largos pasillos en forma circular descendían hasta la salida, al pie de la fortaleza.

          El pueblo en el que me encontraba parecía igualmente ser de otra época. La arquitectura de las casas no había cambiado en años, quizás en siglos. Me adentré por una calle que llevaba a la entrada de una de las viviendas construidas en la piedra de la montaña. Una cerca de madera cortaba el paso a la maleza que casi cubría la entrada a uno de los muchos pasajes subterráneos que se utilizaban cuando la guerra, para protegerse de las bombas y desplazarse de un lugar a otro de la población sin temor a ser herido.

          Dadas las condiciones en que se encontraba, adentrarse por aquel túnel era una locura, pero la curiosidad me picaba, además, quizás estuviera cegado a los pocos metros. Me abrí paso entre la hierba que crecía salvaje ante la entrada y encendí la linterna del móvil. El olor a humedad era muy fuerte, y tras caminar unos metros, para mi sorpresa, el túnel seguía igual que lo habían dejado décadas atrás. Podía caminar por él sin problemas, aunque algo encorvado por la escasa altura. Llegué a una intersección. Había indicaciones en la pared para ir hacia un lugar u otro que no entendía. Me decanté por girar a la izquierda.

          La trayectoria del pasadizo me hizo recorrer una gran curva que me dirigió en sentido contrario al que comencé el túnel. Tras unos cinco minutos, me topé con una puerta de hierro. No tenía candado, pero sí un gran cerrojo oxidado que por mucho que intenté mover no lo conseguí. Necesitaba algo con lo que ayudarme. Retrocedí unos pasos y encontré una piedra no demasiado grande, pero suficiente para poder golpear el cierre y desadherirlo del óxido que lo mantenía pegado.

          Una vez en la puerta impacté la Roca una y otra vez hasta que el cerrojo cedió y puede moverlo, no sin dificultad, y abrir la puerta que se lamentó con un prolongado chirrido. En la habitación a la que accedí había un extraño artilugio. Era enorme, tan grande como un coche, pero provisto de palancas y pedales. Me senté en el asiento y comencé a pedalear. Algo sobre mi cabeza comenzó a girar al ritmo con que movía las piernas. Sentía el frescor en la coronilla. El movimiento de la máquina hizo que saltarán chispas que encendieron unas velas en la parte delantera. Aunque quise parar no pude hacerlo. Los pedales eran tan pesados que seguían su propia inercia. Solo tras unos minutos sin hacer esfuerzo la máquina comenzó a disminuir su velocidad hasta pararse. Las velas quedaron encendidas.

          Estaba sudando del esfuerzo cuando me levanté de aquel artilugio. Abrí una puerta de madera que daba a una escalera de caracol de piedra que ascendía hasta no se sabe dónde. Al principio, el hecho que las velas que alumbraban los escalones me pasó inadvertido, pero al llegar al rellano donde terminaba la escalera, me volví para observarlas. Si el acceso a la máquina estaba tan trasnochado, ¿cómo era posible que las escaleras lucieran limpias y las velas tan lozanas? Crucé una nueva puerta que me llevó a un dormitorio. La cama era pequeña, Todo estaba muy limpio. Una mujer con media melena rubia ordenaba los papeles desparramados en un escritorio.

 

—Perdona, ¿puedes decirme dónde me encuentro?

—¡Ahhh! –exclamó asustada— ¿Quién es usted? ¿De dónde ha salido?

—Tranquilícese, he accedido por el túnel que da a la habitación de abajo.

—¿Túnel? Ahí abajo no hay ningún túnel. Solo está la máquina del Señor da Vinci.

—¿da Vinci?

—Sí, ¿es que no lo conoce? Está aquí gracias a la casa que le ha donado el rey, para que construya sus artilugios.

—Pero no es posible. Estoy en Francia.

—Sí, por supuesto. Mi señor está paseando ahora por sus jardines.

—De acuerdo. Por cierto, me llamo Luis, ¿y usted?

—Isabelle.

—Hace honor a su nombre.

—Es usted muy galante —dijo con sonrisa tímida.

—Estoy un poco confuso. No entiendo que me digas que Leonardo esté paseando. Si me enseñaras todo esto te lo agradecería.

—Sí claro, pero cámbiese de ropa. Con esa pinta va a llamar mucho la atención. ¿De dónde ha sacado ese atuendo?

 

          No sabía cómo contestar a esa pregunta. Me parecía estar en otra época por el vestido de ella y el aspecto de la habitación. Hice como me indicó y me puse unas ropas que me ofreció de alguien de la servidumbre. Cuando recorrimos la vivienda no salía de mi asombro. Pensé que aquella máquina había tenido algo que ver en todo lo que estaba sucediendo. Salimos a la entrada de la casa. El sol iluminaba con fuerza el jardín. Pasé desapercibido entre las personas con las que nos cruzábamos porque parecía ser uno más de los trabajadores en aquella casa. La chica me enseñó los alrededores, el jardín era inmenso, para perderse por unas horas. Había una gran laguna donde cisnes blancos paseaban plácidamente sobre el agua dejando una estela suave a su paso.

 

—¡Mire, allí está mi señor! —observé hacia donde me indicaba la muchacha y vi a un hombre mayor con barba blanca prominente y de nariz gruesa y alargada. Estaba sumido en un aparato de formas extrañas que no paraba de manipular. Todo aquello me parecía una locura. Si realmente había viajado al pasado estaba metido en un buen lío.

—Sí, lo veo. ¿Podemos saludarle?

—Claro, ¡vamos!

—Buenos días.

—Buenos días, ¿quién es usted?

—Me llamo Pepe.

—¿Pepe? ¡Qué nombre más extraño! ¿De dónde ha salido usted? No le conozco de nada— Leonardo, mientras decía esas palabras, no le quitaba el ojo a mi reloj Huawei con pantalla superamoled que se veía de miedo a plena luz del día.

—Bueno, es una larga historia.

—¿Qué lleva en la muñeca? Es asombroso.

—Viniendo de usted es todo un halago.

—¿Lo ha creado usted?

—No, no. Lo compré en Amazon. Me llegó en 2 días. Son muy rápidos.

—¿Amazon? ¿Eso qué es? ¿Una ciudad?

—Ja, ja. No. Bueno, no tiene importancia. No lo entendería.

—Estoy desconcertado. Cene conmigo y me cuenta su historia. Quiero saberlo todo acerca de esa cosa que lleva en la mano.

 

          Me pareció divertido que el mismísimo da Vinci me invitara a su mesa como si fuera alguien importante. Cuando nos dirigimos hacia la casa, aparecieron por la entrada del recinto unos caballos en tropel y a continuación el sonido de unas trompetas que casi me dejan sordo. Me pareció de lo más escandaloso. De repente apareció un señor a caballo vestido de lo más pomposo. Todos a mi alrededor se postraron en señal de respeto. Leonardo, que estaba a mi lado, al ver que no reaccionaba, me cogió del cogote y me obligó a inclinarme. Aquel señor tan altivo era el rey de Francia. El caso es que me sonaba su cara por los cuadros que había visto en el castillo antes de adentrarme en el túnel, pero claro, las pinturas distan mucho de la realidad en ocasiones.

          Una vez se incorporaron todos, da Vinci se acercó al rey para saludarlo. Yo me quedé atrás junto a la chica. Estuvieron hablando durante unos momentos. Nosotros nos retiramos y aproveché para que Isabelle me enseñase el edificio con sus numerosas estancias y me hablara de las costumbres del lugar. Conforme fue pasando el tiempo más me gustaba ella, sobre todo cuando ponía aquella cara de incredulidad y se quejaba que me burlaba de ella al contarle cómo era la vida moderna.

          Me dijo que me quedara en la cocina y que ayudara en lo que pudiese mientras iba a la habitación de da Vinci, porque la había requerido. Cuando volvió, al rato, me dijo que Leonardo quería hablar conmigo, que era de extrema urgencia. Al parecer, según me contó Isabelle, el rey se iba a quedar a cenar. Ella me acompañó a la habitación del maestro y nos dejó solos.

 

—Bien, explíqueme con todo detalle cómo funciona ese artilugio suyo. Ah, pero antes de que se me olvide. ¿Quién es realmente usted?

—Verá, es difícil de explicar. No sé si lo va a entender.

—¡Claro que lo entenderé! ¿Acaso no sabe quién soy?

—Sí, vale, vale, no me vacile, que bien que se muere de ganas que le hable de mi reloj.

—¿Reloj? ¿Así se llama eso?

—Bueno, vamos por orden. Yo estoy aquí gracias a una de sus máquinas.

—¿Una de mis máquinas?

—Sí, la que tiene en el sótano. Es un poco rudimentaria, por no decir cutre, pero el caso es que funciona.

—¿Cutre? ¡Qué palabra más rara! Mi artilugio aún no está terminado. Le faltan algunos ajustes.

—Pues le digo que funciona. La encontré al final del túnel y gracias a ella estoy aquí. Vengo del futuro.

—¿Del futuro? ¡Deje de tomarme el pelo! Solo es una máquina para alumbrar. Aprovecha la inercia de los pedales para producir chispas de fuego.

—La prueba que vengo del futuro es mi reloj —me lo quité de la muñeca y se lo mostré—. Ve, hay luz dentro de él y pulsando aquí salen muchos números y colores. Podría contarle muchas cosas del futuro, pero no me creería. El reloj habla por sí solo, ¿o cree que es cosa de brujería?

—No entiendo cómo es posible algo así, pero ¡explíqueme cómo funciona!

 

          Tras un rato hablándole sobre el reloj y todas sus funcionalidades, quedó maravillado. Cualquiera de sus artilugios era un juego de niños en comparación. Me contó que el rey le regaló aquella casa y los jardines por donde tanto le gustaba pasear. Era un ferviente admirador suyo y sus inventos y quería que crease algo especial y novedoso. Ninguno de sus aparatos le convencía para presentarlo al monarca por lo que me pidió que le cediese el reloj y así contentarlo. Me pareció una idea descabellada. No me hacía ninguna gracia deshacerme de él. Además, no llevaba el cargador encima y tarde o temprano se apagaría. No le serviría de mucho. Da Vinci no acababa de comprender lo de la batería, era demasiado para su primitivo cerebro, pero insistió en que se lo diera y ya se inventaría alguna historia cuando dejase de funcionar. Entonces, me lo devolvería. A cambio, me prometió ayudarme a buscar alguna solución para poder regresar. No le creí capaz de conseguir tal cosa, pero le presté el reloj para que quedase bien ante el rey.

          Mi cena con da Vinci quedó cancelada por la presencia del rey. Me hubiera gustado cenar en la mesa de un monarca, por eso de fardar con los amigos, ja, ja, pero no pudo ser. De todas formas, me vino bien porque así pude pasar más tiempo con Isabelle. Continuamos hablando toda la noche y hasta nos dimos el gusto con unos besillos por aquí y por allá, pero en mi cabeza aún tenía la preocupación de cómo volvería. No se me ocurría nada. Ella me dijo que por qué no utilizaba de nuevo la misma máquina. La idea me pareció tan pueril y obvia que me dio rabia que no se me hubiera ocurrido a mí. La cogí de la mano y la llevé conmigo a la habitación de la máquina.

 

—Siéntate en el otro asiento —le dije.

—No. Tengo miedo. Yo no me subo ahí.

—Si no pasa nada. ¿Qué puede ocurrir?

—Pues que me transporte a tu tiempo. ¿Qué si no? ¿Pero qué tienes en la cabeza?

—Pues eso mismo. Que te vienes conmigo.

—¿Yo? ¿Pero qué dices?

—En mi tiempo se vive mucho mejor. Te lo aseguro, y estaremos juntos. ¿No te gustaría?

—Sí, pero…

—Ni peros ni peras ¡O te subes o te subo!

—Eres tan delicado…

—¿Verdad que sí? Venga, nos vamos de viaje. ¡Yujuuuu! —ella se subió a regañadientes. Empecé a pedalear y la máquina comenzó a temblar estrepitosamente. De nuevo, sentí el frescor sobre mi cabeza y saltaron chispas que prendieron las velas. Llegó un momento que los pedales se movían por sí solos, ya no era necesario que hiciera esfuerzo. Ella estaba tan asustada que me agarró el brazo con su mano y me apretó con tal fuerza que casi me lo atraviesa con sus dedos.

—¡Deja de apretarme así que me vas a lisiar! —su cabello era un remolino de pelos. Cuando la miré a la cara parecía estar poseída, tal era el shock que experimentaba. Al rato los pedales dejaron de moverse. Los pelos de Isabelle habían vuelto a su sitio, pero ella aún seguía presa del pánico. La cogí de la mano para tranquilizarla.

—Tranquila, ya ha pasado todo —. Me bajé de la máquina y, ¡voila!, allí estaba de nuevo la puerta del pasadizo— ¡Mira, ha funcionado!

—¿El qué? ¡Estamos en el mismo sitio!

—Sí, en el mismo lugar pero en distinto tiempo. ¿Ves la puerta?

¡Es verdad! —dijo con asombro.

—¡Vamos!

 

          Recorrimos el pasadizo hasta llegar a la entrada. No fue difícil hallarla porque solo había que hacer un giro a la derecha. Salimos al exterior. Isabelle se sorprendió de lo cambiado que se encontraba el pueblo, Los faroles emitían una luz más intensa que las velas a las que estaba habituada. El piso del suelo estaba asfaltado, cuando antes era de tierra. Todo era nuevo para ella. Me dijo que quería ver la casa de da Vinci, así que nos dirigimos hacia allí con ella guiándome porque conocía bien el camino. Cuando llegamos, la verja estaba cerrada. Solo podíamos ver la casa desde el exterior a través de los barrotes. Se encontraba bellamente iluminada, como nunca la había visto. Aún no asimilaba lo que estaba ocurriendo.

 

—¡Es todo tan distinto!

—Sí, han pasado muchos años desde cuando tú trabajabas ahí, aunque por ti no pasan los años ¿eh?

—¡Cállate tonto! Esto es serio.

—No tanto, hasta hace unas horas yo paseaba por estas calles.

 

          Aún no eran las diez de la noche y estaba todo desierto. Nos dirigimos hacia la entrada del pueblo. Pasamos junto al castillo. Isabelle no lo reconocía, apenas quedaba una tercera parte de lo que era cuando lucía en todo su esplendor. Un cartel al comienzo de la rampa mostraba una imagen con parte del castillo y la figura del rey.

 

—¡Mira! —dije escandalizado.

—¿Qué pasa?

—¡El rey! ¡Tiene mi reloj en la muñeca! ¡Oh, my God! Mi reloj… me lo dejé allí.

 

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Published on e-Stories.org on 23.10.2021.

 
 

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