Jona Umaes

Crónica de una pandemia

          Todos veían con curiosidad, pero sin preocupación, lo que ocurría en Wuhan, lo veían tan lejano que no tomaron cartas en el asunto. Quince horas era solo lo que separaba China de Europa en avión, cualquier europeo que estuviera por la zona contaminada y volviera a su país podría propagar el virus silenciosamente, sin que fuese consciente de ello. Si fuera asintomático sería de consecuencias desastrosas, infectando por doquier a todo el que estuviera dentro de su entorno, y estos a su vez a sus familiares y conocidos. Cualquiera de ellos que viajase en metro, autobús u otro medio de transporte masivo, lo propagaría por la ciudad en cuestión de horas. A pesar de las noticias del nuevo foco en Italia, continuaba la desidia en los gobiernos, se disputaban partidos de fútbol, mítines, manifestaciones y el trasiego de gente en las ciudades era el habitual. Desde aquel día cambió radicalmente la situación.

          Elena era enfermera jefe en un hospital. Cuando comenzó a llegar el torrente de enfermos con problemas respiratorios a la UCI, una actividad frenética se apoderó del centro hospitalario. El personal médico, sin medios suficientes para atender tal avalancha estaba expuesto al virus. Día tras día llegaban más enfermos y no había camas para tanta gente. La mayoría eran personas mayores, aunque también los había más jóvenes. Elena vivió esos días experiencias amargas, los pacientes que empezaban a cuidar a los pocos días no lograban superar la enfermedad y fallecían. Era el principio de la pandemia y los tratamientos no lograban resultados positivos. En el sin parar de su trabajo recibió un mensaje que la impactó sobremanera. Su hermano le decía que habían tenido que ingresar a su padre en el hospital y que estaba muy mal. Ella no podía abandonar aquella lucha para cuidarle, como era su deber, y tuvo que cargar con el peso adicional de la preocupación durante aquellas semanas de intenso trabajo. Se informó en qué hospital estaba ingresado y se había puesto en contacto con sus compañeros para que la mantuvieran al tanto.

          Una vez decretado el “Estado de Alarma” nadie podía circular por las calles sin causa justificada. Se establecieron excepciones al confinamiento, solo se podía salir para lo más necesario; comprar, sacar a los perros, ir a la farmacia y poco más. Los cuerpos de seguridad del Estado: policía local, nacional, guardia civil y la UME junto al ejército, vigilaban por el cumplimiento del confinamiento por parte de la población, y no fueron pocos los casos en que tuvieron que intervenir por gente insensata que salía a la calle a correr o a moverse entre poblaciones con sus coches. Ante este último hecho, tuvieron que cortar las salidas por carretera y vigilarlas para que nadie las eludiese. En el hospital, Elena, como el resto de personal sanitario, trabajaba sin descanso hasta el agotamiento, viendo impotentes cómo no llegaba material apropiado para su protección, ni respiradores para poder mantener con vida y tener alguna posibilidad de recuperar a los pacientes. No podía comunicarse con su padre, lo tenían sedado y respiraba con mucha dificultad. Sus compañeros la animaban y transmitían fuerza y coraje para vencer al coronavirus, pero ella no podía evitar que se le saltasen las lágrimas de impotencia por no estar con él. Encontró la forma de sobrellevarlo cuidando de los ancianos que tenía a su cargo, viendo en cada uno de ellos el padre que no podía cuidar.
          Surgieron movimientos solidarios en apoyo al trabajo a destajo en los hospitales, cada día a las ocho de la tarde, en toda España, se asomaban a aplaudir en agradecimiento a su labor. También a los policías y militares encargados de la seguridad, ellos igualmente se exponían al virus con tan solo una mascarilla y guantes. La vida en la ciudad entró en hibernación. Solo a la hora determinada, balcones y ventanas bullían de aplausos y gritos de ánimo. A eso se sumó la música, con canciones como “Resistiré” que la gente se desgañitaba cantando en algarabía, seguido de un repertorio de temas alegres y de lo más variopinto. Todo ese movimiento “balconil” tenía de trasfondo el miedo a los que estaba ocurriendo, a contagiarse, a los ERTES, al pago de las facturas, la hipoteca, al futuro en definitiva. Nadie sabía en qué acabaría aquello, pero al menos, unidos todo se llevaba mejor y si el miedo era contagioso, más lo era la alegría. La consigna era “todos contra el virus” y al final todo saldría bien.

          Si grave era la situación en los hospitales, más lo era en las residencias de ancianos. Allí se cebó el virus al estar todos confinados, bastaba con que alguien infectado entrara, para pasar de uno a otro sin barrera alguna. Tantos cuidadores como ancianos estaban expuestos y se infectaban por igual, pero estos últimos, con menos defensas, eran los que más lo notaban. Más de la mitad de los fallecidos se producían en esos lugares. Cundió la alarma en el gobierno, teniendo que establecer medidas urgentes para desinfectar todos los edificios y poner orden en aquel caos. En los hospitales, también hubo bajas entre los trabajadores. El colapso era tal que se hizo un llamamiento a los residentes para que se incorporaran a la lucha contra el virus, faltaba personal médico. Algunos policías también se contagiaron y fallecieron. Eso hizo que los gritos de ánimo en los balcones fueran más entusiastas y sentidos. Las muestras de cariño y ánimo se hacían también a pie de calle, entre policías y sanitarios. La gente se emocionaba y hacía acopio de fuerzas para seguir en la lucha, también Elena, que salía junto a sus compañeros para animar a la policía. Su padre seguía aún con vida y eso le daba fuerzas para continuar combatiendo.

          La gente estaba asustada, tras los primeros días de avalancha en los supermercados para acopio de alimentos y productos de primera necesidad, se puso orden y solo se podía comprar guardando la distancia de seguridad y controladamente, para no abarrotar los establecimientos. Las redes sociales se inundaron de memes por el descubrimiento de un nuevo oro, el papel higiénico. Qué mejor manera de combatir el miedo y la preocupación que el humor, imágenes y vídeos de todo tipo acapararon la mensajería. Se temió un colapso en la red ante tal trasiego de información y por las videollamadas, esa gran olvidada que resurgió obligada por las circunstancias. Dado que las autoridades prohibieron todo tipo de trabajo salvo el esencial, repuntó el teletrabajo en las empresas, donde era posible, sobrecargando aún más internet. Si ya se vislumbraba una nueva recesión, la llegada del virus la terminó de constatar, superando todos las previsiones.

          Las ciudades estaban desiertas y solo en las proximidades de supermercados y otros pequeños comercios, se veía gente haciendo cola y guardando la distancia de seguridad. Era una estampa apocalíptica, solo vista en películas de grandes catástrofes o epidemias como la que ahora imperaba por doquier. Tras las dos primeras semanas de cuarentena empezaron a verse resultados positivos, las urgencias en los hospitales ya no estaban colapsadas y mucha gente se recuperaba de la enfermedad. Ayudó los numerosos hospitales de campaña que se montaron sobre la marcha, para atender el excedente y los hoteles medicalizados, donde los enfermos menos graves quedaban confinados hasta que superaran la enfermedad. Eran buenas noticias, aunque siguieran produciéndose muchas muertes, se estaba consiguiendo contener el virus y tratamientos que se aplicaban a otras enfermedades víricas funcionaban. A la espera de una vacuna que tardaría meses en llegar, los médicos echaban mano a lo que ya conocían por otras enfermedades. La situación mejoró aún más tras las dos semanas adicionales de cuarentena, todos en espera del famoso pico de la curva que nunca llegaba.

          Ante la falta de material y equipos de protección médica, muchas empresas que no podían elaborar sus productos por el parón obligado, adaptaron su maquinaria para producir respiradores y mascarillas. Los restaurantes hacían comida que repartían de forma solidaria a hospitales y centros de acogida. La juventud se volcó con los mayores que no tenían quien les ayudase, llevándoles comida y haciendo las compras que necesitaran. Todo el mundo aportaba su granito de arena, hasta la mayoría confinada que solo por el hecho de quedarse en casa ya ayudaba a combatir el virus, evitando su propagación.
         
Con el paso de los días se estabilizó el número de contagiados e ingresos en hospitales y comenzó la tan ansiada bajada. Elena recibió buenas noticias del hospital donde estaba su padre. Con la ayuda de un respirador pudo salir adelante con la medicación, respiraba por sí mismo. Los dos tuvieron una charla entrañable por videoconferencia, estaban emocionados de verse, sin poder abrazarse pero al menos podían hablar y ver que estaban bien. Esa escena se repetía en muchas camas del hospital, pronto todos podrían salir y estar juntos de nuevo. Los que se recuperaban recibían una ovación al salir por la puerta del hospital, pequeñas victorias llenas de esperanza.

          La nueva peste del siglo XXI segó muchas vidas, muchas más de lo que las cifras oficiales decían, ya que en el recuento solo se contabilizaba las infecciones detectadas. Los números que manejaba el Instituto Nacional de Estadística eran bien distintos, ya que le llegaba la información de la mejor fuente, las funerarias, que no daban abasto, teniendo que ubicar el excedente de féretros en edificios de distinta índole.

          Aún quedaba un mes para que se levantara el confinamiento y la gente comenzara a salir a las calles con protección de mascarilla y guantes. Ni mucho menos era la normalidad, pero ya solo era cuestión de tiempo. Quizás entrado el verano todos disfrutaran del buen tiempo y sin nada que obstaculizara su respiración ni sus vidas.
 

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Published on e-Stories.org on 18.04.2020.

 
 

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