Jona Umaes

La hormiga y la cigarra (Adaptación de la fábula de Esopo)

Eran días de verano. El campo estaba verde y el ambiente era caluroso, amenizado por el concierto chirriante de las cigarras. El cielo de un impoluto azul, atravesado por rayos de luz que calentaban la tierra, obligaba a los habitantes del prado a refugiarse a la sombra de los sembrados o adentrándose en el bosque, donde discurría agua fresca por algún riachuelo que aparecía y desaparecida entre musgos, hierbas y ramas secas.

En ese bosque frondoso y fresco en su interior, vivía Gustavo, una cigarra como mucho arte. Guitarra en mano, cantaba sin parar, con la alegría de quien disfruta sin hacer nada y echa sus traguitos de rico vino de bota a cada rato. Si apacible era el vino, más lo era el sonido de las cuerdas de su guitarra, que tocaba con maestría. Día tras día, en su ritual de cante, vino y siesta, disfrutaba de aquel verano que otros, más afanosos, dedicaban a recolectar comida, para cuando llegase el tiempo hosco y duro, con nubes  sucias de lluvia y viento gélido. Gustavo miraba las hormigas, muy trabadoras, incansables, dignas de admiración de todos sus vecinos, menos para él, que las veía sudando la gota gorda, cargadas con granos de trigo, y otros frutos silvestres. De un brinco se acercó a la caravana de hormigas que enfilaba hacia el tronco de un árbol enorme, hogar también de pajarillos, ardillas y otros muchos animales e insectos.
 

— Hola, ¿cómo te llamas?

 

— Clarisa, respondió una hormiga.

 

— Yo Gustavo. ¿Quieres  cantar conmigo? Así descansas un poco, y continúas luego con más fuerzas tu tarea.

 

— No puedo abandonar el grupo. Tengo que trabajar como mis hermanas. ¿Tú no trabajas?

 

— No. Prefiero tumbarme a la fresca, contemplar el cielo azul, tocar mi guitarra y echar un traguillo de vez en cuando.

 

¡Qué bien vives! Bueno, no puedo entretenerme. Tengo que seguir trabajando. Hasta luego.

 

— Hasta luego.

 

Un búho sobre la rama de un árbol observó la escena con sus ojazos vidriosos y serenos.

Gustavo se retiró contrariado por la negativa de la hormiga a acompañarle en su asueto permanente.

El búho tomó impulso y abrió sus enormes alas para desplazarse a donde se encontraba la cigarra, para cambiar unas palabras.

 

— ¿Por qué no haces como las hormigas? Ellas son previsoras y guardan comida para cuando lleguen peores tiempos.

 

— No está en mi naturaleza trabajar de esa manera. Yo disfruto del presente. La vida es bella y cantar me alegra el corazón. Que del futuro nadie sabe, pero el presente de cada uno depende disfrutarlo.
 

— Sabias palabras cigarra. Pero piensa que el futuro será tu presente de entonces, y quizás no puedas disfrutarlo si no tienes qué llevarte a la boca. No siempre encontrarás el bosque de esta manera para tu disfrute.
 

— ¿Por qué no haces algo de provecho? (*)



El búho alzó el vuelo hacia su árbol, giró la cabeza y cerrando los ojos, echó una cabezadita.

Las palabras del búho dieron qué pensar a Gustavo.

 

— Quizás tenga razón. Pero echando un trago, apagó la pequeña llamita de sensatez que había conseguido encender el búho en él.

 

El sol matutino surgió del horizonte. El rocío de la noche dejó impregnadas las flores y hojas de árboles con gotas frescas. El sol se reflejaba en ellas, produciendo una constelación de soles. Miles de puntitos blancos destellaban.  Los pájaros se desperezaron y comenzaron su cante matinal, volando en busca de comida. El bosque fue cobrando vida. Las hormigas afanosas ya habían comenzado su jornada.

Al medio día, Gustavo improvisaba nuevas canciones con su guitarra y pasaba el tiempo disfrutando del sonar dulce de su guitarra. Vio aparecer de nuevo a las hormigas del día anterior y fue corriendo a saludar a Clarisa.


Hola de nuevo. ¿Qué tal?

 

Aquí, trabajando como de costumbre.

 

Te importa si te acompaño y amenizo tu tiempo con mis canciones.

 

Como quieras.

 

Gustavo encantado, comenzó a tocar canciones ligeras y alegres. A Clarisa le gustó aquello. Escuchándole, no se le hacía tan pesada la carga y apenas se cansaba, entretenida como estaba. Al igual que ella, sus compañeras sonreían al escuchar a Gustavo. A alguna se le contagiaba la letra, intentando seguir a la cigarra.

Gustavo empezó a tocar La Macarena…

“Dale a tu cuerpo alegría Macarena

Que tu cuerpo es pa' darle alegría y cosa buena

Dale a tu cuerpo alegría, Macarena

Eeeeeeh Maaacaarena, Aaaayy!!!”

 

Las hormigas, con el ritmo pegadizo en el cuerpo, comenzaron a contonearse, haciendo la marcha más ligera y el trabajo también menos pesado. Al unísono, todos acababan la estrofa con alegría

 

“Aaaayy!!!”

 

Llegó el final del día, y las hormigas se dieron cuenta que la compañía de la cigarra les había hecho bien. Habían sido más productivas y recolectado casi el doble de lo habitual, gracias a lo ameno que se hacía el trabajo con la música de Gustavo.

A Gustavo también le agradó compartir sus canciones con sus nuevas amigas, las hormigas. Cada día, cuando veía asomarse la fila de hormigas cargadas con comida, se acercaba y se saludaban entre risas y bromas. De nuevo cantando, transcurría la jornada, y cómo no con “La Macarena” como canción estrella. Gustavo contento por compartir sus canciones y las hormigas por rendir más y con mejor ánimo.

La música tiene la magia de hacer pasar el tiempo más rápido. Hasta el verano parecía haberse contagiado del ritmo pegadizo de las canciones de Gustavo y los días transcurrían veloces. Las mañanas eran cada vez más frescas. El sol ya no calentaba tanto y llegaron las nubes cargadas de lluvia. El frío hizo acto de presencia, y si corría viento, se hacía gélido.

Las hormigas teniendo sus despensas llenas de comida para soportar el largo invierno, decidieron que ya era hora de descansar. Gustavo, seguía con su vida tranquila, pero el frío le atenazaba los dedos de las manos, y tocar la guitarra se le hacía duro. Así que se dedicó a cantar sin más, pero ya no con tanta alegría. Tan sola su bota de vino le daba fuerzas y calor para poder sobrellevar el mal tiempo.

Hacía días que no veía pasar la fila de hormigas. Se preguntaba si les habría ocurrido algo o quizás ya no necesitaran trabajar más. Se había acostumbrado a su compañía y ahora las echaba de menos. Los días transcurrían ahora más lentos. El frío le estaba haciendo mella. Evitaba abrir la boca y ya solo tarareaba.

El bosque quedó más triste y sombrío. El movimiento de animales se redujo al mínimo. Llegaron las primeras nieves. Las hormigas hacían vida de hogar. A la luz de la candela, pasaban los días de invierno calentitas, jugando al parchís o a las cartas. Los juegos de mesa sustituyeron los días de trabajo. Ahora les tocaba a ellas disfrutar.

No supo por qué razón, emergió el recuerdo de Gustavo en la memoria de Clarisa y se preguntó por dónde andaría. Echaba de menos su compañía. Las hormigas vivían plácidamente, en un ambiente tranquilo. A veces se hacía pesado tanta calma y aunque se divertían con los juegos, resultaba monótono.

Clarisa cogió un abrigo y salió fuera. A poca distancia de su hogar, observó un bulto oscuro, casi cubierto por completo de nieve. Era Gustavo. Estaba entumecido por el frío. Los ojos cerrados, en posición fetal, abrazado a su guitarra, su posesión más preciada. La protegía del frío, como si tuviera vida. Era su fuente de alegría.

Clarisa volvió corriendo a su madriguera, temiendo que fuera demasiado tarde. Avisó a sus hermanas, y todas corrieron para alzar a la cigarra y meterla en su hogar. Gustavo parecía sin vida. No reaccionaba a los zarandeos y griterío de las hormigas para que despertase. En el interior de Gustavo, aún quedaba una brizna, un último halo de vida, quizás del tamaño de una semilla como las que transportaban las hormigas en verano y llenaban sus despensas. Al calor del hogar, el cuerpo de la cigarra fue calentándose. La capa de muerte que había dejado el de la guadaña y que casi cubría por completo a Gustavo, fue deslizándose suavemente hacia el suelo. Sus ojos intentaban abrirse, con un ligero temblor, que para él le suponía un enorme esfuerzo, tan débil se encontraba.

Las hormigas le trajeron comida y un poco de vino, para que el calor le hiciera también efecto desde dentro.

En pocos días, recuperó el peso perdido, y el ánimo que le caracterizaba.

Gustavo no sabía cómo agradecer a las hormigas su ayuda.

 

— No tienes porqué agradecernos nada. Cualquiera hubiera hecho lo mismo en nuestro lugar. Además gracias a ti, nuestras despensas están más llenas que otros años e hiciste que nuestro trabajo fuera más liviano.

 

Gustavo pasó el invierno con las hormigas. Con sus canciones alegró aquellos largos días tan anodinos para sus amigas.

 

Así fue como las hormigas y Gustavo pactaron que trabajarían en equipo. Cada uno haciendo lo que sabía hacer. Gustavo con sus canciones se ganó un hogar donde pasar el invierno y las hormigas trabajando y mejorando su rendimiento, al ritmo de La Macarena, Aaaaaay!!!

 

Moraleja (*):

Aunque seas una persona muy cerrada, y los consejos te entren por un oído y te salgan por el otro, no te preocupes. Algo queda por el camino.

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Published on e-Stories.org on 19.10.2019.

 
 

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