Manuel Olivera Gómez

Un registro en Remandingo

UN REGISTRO EN REMANDINGO

 
 
 
 
El reloj de péndulo de la sala marcaba apenas las cinco de la madrugada cuando un puño impaciente comenzó a golpear el roble de la puerta.
 
-¡Va! -desde la cocina la voz de Marisela sonó semiapagada para no despertar a los suyos. Hacía más de veinte minutos que estaba en pie, y como siempre a esa hora, tenía fregada buena parte de la loza. Era este un trabajo necesario. En la noche, y a pesar del veneno, las cucarachas se adueñaban de la repisa, impregnando vasos y cubiertos del característico olor de sus patas. También como de costumbre,  ya  estaba  recogida la mierda que tan a menudo soltaba la puerca -amarrada junto al fregadero-, y en el improvisado fogón eléctrico -una vieja plancha rusa puesta de revés- hervía la cafetera.
 
Cuando abrió la puerta, Ramona la gallega entró como una tromba.      
 
­¡Apúrate, hija, que tienen a Gregorio preso en la policía!
 
-¿Cómo? ¡Dios mío! -palideció Marisela e inconscientemente elevó la mirada a las carcomidas tablas del techo.
 
-Lo cogieron sacando material de la fábrica. Yo recién había abierto mi puesto de fritas, cuando vi a ese policía nuevo, al que trajeron de Fomento, llevándoselo a él y a Francisco... ¡Pero apúrense! ¡Apúrense, que deben venir enseguida a registrarles la casa! Y no te me pongas nerviosa, que todo va a salir bien.
 
La familia se movilizó. Flora, la hija de Marisela, y su esposo Sixto saltaron de la cama, y hasta el pequeño Juanito se levantó para cooperar.
 
-¿Pero cómo van a registrar ahora? Ni siquiera ha amaneci­do. Hay leyes que prohiben hacer registros tan temprano -dijo Flora limpiándose las legañas de los ojos.
 
-Eso será en otro lugar, mi vida -dijo la gallega-. Aquí en Remandingo no. En Remandingo lo mismo te meten un registro a las tres de la tarde que a las tres de la mañana. Y escondan todo bien, que a esa gente cuando les da por revisar, le revisan a una hasta el fondillo.
 
-¡Ay gracias, gallega! ¡No la invito a un buchito de café porque ahora ni tiempo tengo para terminar de colarlo! -dijo Marisela.
 
-¡No hija, deja eso! Si ya me voy, que tengo que seguir avisándole a la gente para que estén al tanto. A lo mejor se embullan y registran unas cuantas casas hoy.    
 
Todo se puso en movimiento. Las cajas de cedro fueron sacadas del escaparate, el saco de picadura de bajo la cama, la prensa del baño, y las chavetas de la vitrina del comedor.  
 
-¡Qué  no  quede  nada!  ¡Ni  el  olor  del  tabaco  pueden  encon­trar  aquí!       -apremiaba Marisela mientras corría de un lado a otro sin encontrar sitio para tanto material.
 
-¿Dónde metemos esto, Marisela? -preguntó Sixto sacando un mazo de tabacos de una gaveta.
 
-¡Todo al pozo! ¡Al pozo!
 
-¡Pero esto es dinero! -protestó Sixto.
 
-No importa. ¡Al pozo! -ordenó Marisela- ¡Más dinero nos va a costar pagar las multas si descubren todo eso aquí!
 
­¡Ay Dios mío, si en esta casa dónde quiera hay tabaco! -dijo alarmada Flora, mostrando una bola de capa que encontró debajo del colchón.
 
 
 ******
 
 
El pueblo aparentaba estar muerto. Sólo a veces el ladrido de un perro, o el anticipado canto de un gallo rompían el apaci­ble silencio de la madrugada.
 
Hacía ya más de dos horas que estaba allí, agazapado tras las matas de vicaria del portal de Bartolo, y en medio de una oscuridad casi total. Las farolas del alumbrado público se habían fundido mucho tiempo atrás, y el resplandor de la luna creciente era atenuado por mantos de nubes que corrían por el cielo.      
 
Los mosquitos lo molestaban. Pero estoicamente soportaba el acoso. Se había propuesto hacer algo grande en aquel día que estaba por venir, y su primera misión era no apartar los ojos de la puerta de la fábrica. Si el informante con quien se reunió en la mañana estaba en lo cierto, alguno iba a caer en la trampa. 
 
Dos semanas llevaba en Remandingo. Un castigo -a su juicio inmerecido- lo puso a cumplir funciones en este pueblo de menor cuantía. Pensó que iba a morirse de aburrimiento. A primera vista Remandingo no era más que un triste caserío manchado por el polvo y enfermo de tedio. Pero a medida que fue asentándose en él, pudo comprobar que estaba equivocado. Por aquellas calles llenas de huecos y sin haber visto nunca el pavimento, el contrabando había echado a rodar, y como los chismes que se contaban en las esqui­nas, cada minuto su dimensión era mayor.
 
“¡Yo tengo que ponerle freno a esto -le decía a su mujer por las noches-. Voy a demostrar en este pueblo que a mí se me respeta...”
 
“-Ten cuidado, Serafín -lo alertaba ella-. Yo en tu lugar me hacía el de la vista gorda con muchas cosas. Por ahí andan diciendo que te van a preparar una emboscada entre tres o cuatro y vas a terminar con la boca llena de hormigas...”
 
“-¡Aquí nadie tiene cojones para eso!”
 
“-¡Pero cómo no los van a tener! ¡Si poco a poco te están robando la fábrica! Para eso también hacen falta cojones.”
 
“-Sí, pero una cosa es robar, y otra es meterse con un policía -dijo él llevando la mano derecha a la pistola-. ¡Y aquí yo soy la autoridad!”
 
Así estaba, un poco distraído con estos pensamientos, cuando observó a dos sombras moverse en la noche. Al parecer, una de ellas tenía llave de la fábrica. Abrió la puerta y desapa­reció en el interior. La otra esperó afuera.
 
Minutos más tarde volvieron a ser dos las siluetas. Entre ellas comenzó un rápido intercambio de algo imposible de precisar desde aquella distancia; pero Serafín no tuvo dudas de que esta­ban manipulando tabaco.
 
Midió bien el momento para salir de su escondite y dar el alto.
 
-¡Ninguno de los dos se mueva! -dijo esbozando una sonrisa de victoria-. ¡Están detenidos! ¡Tendrán que acompañarme al puesto!
 
Sólo trescientos metros mediaban entre la puerta de la fábrica y el puesto de policía. No era mucho el trayecto, pero sí suficiente para que aprovechando la oscuridad, Gregorio dejara caer al suelo todo el material que lo comprometía.
 
-¿Dónde metiste el tabaco? -rugió Serafín minutos más tarde mientras lo cacheaba-. ¡Yo te lo vi encima!
 
Gregorio, obligado a bajarse los pantalones para una revi­sión a fondo, lo miró con sorpresa.
 
-¡No sé de qué me habla! Ya le expliqué que estaba a esa hora en la fábrica porque iba a templarme a una mujer. Por respeto a ella, usted comprenderá que no le voy a decir el nombre.
 
Serafín enrojeció de cólera. Por unos minutos abandonó el local. Cuando regresó traía en la mano algunas hojas de tabaco en rama.
 
-¡Esto tú lo soltaste en la calle! ¡Acabo de recogerlo! -dijo.
 
-Vuelve a equivocarse, capitán...
 
-¡Teniente! ¡Sólo soy teniente!
 
-Disculpe, es que nunca he sabido diferenciar los grados -dijo Gregorio-. Como le decía, se equivoca, teniente. Ese tabaco no es mío. Averigüe qué persona de este pueblo soltó eso. Yo no fui.
 
*****

Cuando nuevamente se escucharon toques a la puerta, ya todo estaba bien dispuesto.
 
-Recuerden, tenemos que aparentar que no sabemos nada y que aún estábamos durmiendo -dijo Marisela-. ¡Flora, ve tú y abre!
 
-¿Qué pasa? -preguntó Flora fingiendo sorpresa-. En la puerta estaba su padre acompañado por dos policías.
 
-Nada hija, que estos compañeros van a hacer un registro ahora en la casa. Ya les advertí que aquí no hay tabaco, pero ellos insisten -dijo Gregorio, quien desde el primer momento confió en que su familia había sido alertada-. Dile a todo el mundo que se levante y se vista para que ellos puedan pasar.
 
-¡Pero Dios mío! ¿Y ese registro para qué? ¡A esta hora!  -se ofendió Flora-¿Será  posible que en este pueblo ni los domin­gos uno pueda dormir la mañana?  
 
-Mire, no queremos discutir con usted ni con ninguno de la casa -dijo Serafín-. La orden de registro la tenemos aquí.   
 
-Pero mi hijo que es menor de edad está  durmiendo todavía...
 
Los policías no parecieron oírla. Llamaron a las dos prime­ras personas que pasaron por la calle para que sirvieran como testigos, y en unos minutos pusieron manos a la obra.
 
Cada rincón fue removido, y a cada rincón los policías eran seguidos por todos los de la casa, quienes con ojos de triunfo miraban la operación.
 
-¡Esa es la maleta de mi escuela! -gritó Juanito con rabia al ver a Serafín poner las manos en algo de su propiedad.
 
El policía lo miró sorprendido, pero no comentó nada.
 
-¿Y este auxiliar por dónde se abre? -preguntó luego refi­riéndose a un mueble de la sala atacado hacía tiempo por el comején.     
 
-¿También va a registrar ahí dentro? -preguntó Flora en son de burla-. Ahí se guardan los juguetes viejos de Juanito, de cuando era más chiquito. Hace años que no se abre, así que tenga cuidado, que debe estar lleno de trazas y alacranes. 
 
Cuando todo parecía indicar que la suerte iba a quedar del lado de la familia, Marisela recordó de pronto algo que la hizo morderse los labios de inquietud. “¡Por qué no pensamos en eso, Dios mío!” -se dijo.  
 
Serafín, como si le adivinara el pensamiento, sembró en ella sus pupilas, y en un último intento por encontrar pruebas preguntó:
 
-¿Podría abrir el refrigerador? 
 
Y entonces, al notar que Marisela vacilaba, supo que el registro no había sido en vano. En unos segundos fueron extraídas del congelador más de diez libras de carne de res hechas ya bisteces.  
 
-Usted sabe que esto le va a costar caro, ¿verdad? -se dirigió Serafín a Gregorio en un tono de superioridad-. Ahora sí no me irá  a decir que esta carne no es suya... Y en este país, que yo sepa, ningún mercado la vende. Y menos así, al por mayor.
 
 *******
 
-¡Tómate este cocimiento de tilo, Marisela! -dijo la galle­ga, quien inmediatamente después de conocer la noticia vino a prestar ayuda-. Tú verás que te va a sentar bien.    
 
-¡Ay, gallega! ¿Por qué no pensamos en la carne? ¿Por qué ese descuido?      
 
-No te lamentes más, muchacha. Ya lo que iba a pasar, pasó; y nada vas a resolver con lamentaciones. Además, lo más que pueden hacerle es ponerle una multa ahora en Placetas y enseguida lo sueltan. A fin de cuentas no fue él quien mató la vaca. El sólo compró carne, como la compra mucha gente a cada rato. Es verdad que eso está  severamente penado por la ley, pero bueno...   
 
-¿Ya se lo llevaron a Placetas? Sixto y Flora salieron a averiguar, pero no han regresado todavía.
 
-¡No, hija! ¡Qué van a llevárselo! Si no encuentran en qué. Porque entérate, hay más de doce personas detenidas en el puesto. Como bien yo te decía, se embullaron y registraron algunas otras casas del pueblo. A Maritza la china le cogieron casi media fábrica de tabacos en la casa. ¡Imagínate que la policía tuvo que dar como dos viajes en carretón para traerlo todo!
 
-A lo mejor se los llevan en el tren que pasa al mediodía -suspiró Marisela.      
 
-¿Qué tren? ¡Ay, Marisela! ¡Yo no sé en qué mundo tú vives! ¿Tú no sabes que ya el tren no pasa más? La gente esa del barrio de “Palo Cagao” cogieron los travesaños de la línea como leña para cocinar. ¡Qué tren va a pasar por ahí ahora! 
 
Después de las cuatro de la tarde, y por casualidad, entró al pueblo un camión de la Empresa Eléctrica de Placetas. Los detenidos fueron acomodados en el reducido espacio de la parte trasera. 
 
Entonces Serafín creyó haber terminado su obra. Silbando una canción de moda se dirigió a la casa. Besó apasionadamente a su mujer, se dio un baño, se afeitó y se dispuso a comer.
 
-¿No te lo decía? -le comentó ya en la mesa a ella-. Este día va a ser muy recordado en el pueblo. Soy un hombre feliz.   
 
Y rió a mandíbula abierta, mientras la grasa le corría de la boca hasta el mentón. Estiró goloso la mano derecha, y con el tenedor pinchó otro de los bisteces de res, que cubiertos de cebolla se amontonaban en la fuente.                                     
 
 
                                                                                    
 

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Published on e-Stories.org on 05.03.2015.

 
 

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