Jona Umaes

La pluma

 

          La facilidad de Alberto para expresar por escrito lo que imaginaba, llamó la atención de sus padres, desde que era un crío. Ahora que acababa de emanciparse, trabajaba de cajero, en espera de que le dieran una oportunidad en algún periódico o noticiero para desarrollar sus estudios de periodismo. En su tiempo libre, no perdía la ocasión para sentarse y echar un rato de escritura.

 

          Un día de invierno, regresando de comprar el pan, Cupido le atravesó con una flecha, sin piedad. Y es que cuando la vio, las pupilas se expandieron de tal forma que apenas si dejaron un fino cerco de sus ojos castaños. Era hermosa. De talle estrecho, lucía una vestimenta de motivos dorados en fondo oscuro. La cabeza, adornada con un ganchillo dorado sobre el que impactaba la luz del sol, refulgía cegándole y embaucándole al mismo tiempo. Fue amor a primera vista. La veía a través del cristal, que aun estando ligeramente empañado por la diferencia de temperatura, no fue obstáculo para que se fijase en ella.

 

Entró en la tienda y habló con el dependiente.

 

—Buenos días. ¿Podría ver la pluma que tiene en el escaparate?

—Claro. Ahora mismo se la traigo— dijo el muchacho que atendía.

 

          Alberto estaba inquieto, como si fuera una primera cita con alguna chica de su agrado. Cuando el dependiente se la mostró, no cabía de gozo. Era preciosa. Incluso la punta dorada tenía labrada curiosas formas curvas que la hacían aún más encantadora. No dudo un instante en comprarla. Nunca había visto una pluma igual.

 

          Cuando llegó a casa, cogió su libreta y la probó. Se adaptaba a su mano como un guante, ¡y qué manera de desplazarse por el papel! Parecía escribir sola, sin hacer apenas esfuerzo en los gestos. Encantado con la pluma, estaba seguro de que escribiría grandes historias con ella.

 

          Y así fue. Aunque tuviese poco tiempo libre, lo dedicaba a escribir a tutiplén, llegando a trasnochar, sin importarle el cansancio matutino. Mientras más escribía, más soltura tenía, no solo con la pluma sino en la calidad de sus escritos. Le pareció que aquel instrumento divino había sido fabricado para él exprofeso. Pero, ese periodo tan fructífero le duro poco tiempo. La vida le tenía reservada una sorpresa desagradable, infligiéndole un mazazo con la muerte repentina de su padre.

 

          Aquello le vino tan grande que, aun habiendo transcurrido varias semanas, no levantaba cabeza. Comenzó a tomar antidepresivos porque el mundo se le vino encima. Se dio de baja del trabajo. No tenía ganas de nada. Pasaba todo el tiempo durmiendo o llorando durante el día. Los días transcurrían en ese estado cuando comenzaron a aparecer notas en su cuaderno. La primera vez que lo vio fue una mañana, tras levantarse tarde, como era habitual en él en aquellos días. En las notas podía leer frases de ánimo, de aliento ante su situación. En ellas reconocía su letra y el trazo de la pluma, pero no recordaba haberlas escrito. Pensó que quizás, se levantara sonámbulo por la noche y las escribiera sin ser consciente. Una dudosa posibilidad que desechó al instante.

 

          Las notas seguían apareciendo día tras día, hasta que llegó un momento en que se hartó, cogió la pluma y la tiró a la basura. No quería saber nada de aquello, y si era él el que las escribía, de esa manera acabaría todo. Pero no fue así. Una nueva nota apareció al día siguiente:

 

“He hecho lo posible porque salgas de tu estado. La vida continua y echo de menos tu mano y las historias que creamos juntos. Te dejaré en paz, pero volveré. Y cuando lo haga, lo haré para quedarme y ya nada podrá separarnos”

 

          Alberto se echó las manos a la cabeza, tirándose de los pelos, como queriendo deshacerse de ellos, a la vez que emitía un grito demente y horripilante. Levantó entonces la tapa del cubo de la basura dispuesto en partir en dos aquella maldita pluma que no le dejaba tranquilo. Pero, para su sorpresa, había desaparecido. Por mucho que removió los desperdicios no la encontró. Se giró para volver a la cama, al mismo tiempo que con un dedo levantaba la tapa del cuaderno, cerrándolo y zanjando así el asunto.

 

          Aquella depresión no podía ser eterna. El tiempo y los medicamentos hicieron su labor. Poco a poco consiguió salir del agujero en que se encontraba y volver a trabajar. Su cuaderno de historias, sin embargo, continuó en letargo durante un tiempo. Igual que la vida lo hundió en la miseria emocional, ahora sería amable con él, poniendo en su vida a una chica que supo recuperar su mejor versión. La conoció precisamente en el trabajo. Había entrado nueva hacía poco tiempo, y con el roce diario llegaron a congeniar. Ella estaba más enganchada que él, o al menos eso parecía. Alberto no daba el paso, a pesar que Susana se lo ponía bien fácil. Se desesperaba ante su pasividad y ya no sabía qué hacer para que la invitase a salir. No tuvo más remedio que ponerse manos a la obra e ideó una forma para quedar con él, sin que aquello pareciera una cita. Tenía que hacerse cargo de sus sobrinos, para que su hermana y el marido pudieran salir. Le dijo que los llevara al cine a ver una peli y así mantenerlos a raya durante un buen rato.

 

          Alberto se vio en un compromiso ante la petición de ayuda de ella, y esa fue la razón de verse una noche en la sala de un cine, con dos renacuajos y Susana, que no quiso dejar pasar aquella oportunidad. Él, ni se dio cuenta de la jugada, y así fue como tuvieron su primera cita “encubierta”. A esa le siguieron otras muchas, una vez roto el hielo, y se ennoviaron.

 

          Cuando se fueron conociendo mejor, Susana descubrió la pasión por la escritura de él. Aunque ya no escribiera, él le enseñó algunos escritos de su cuaderno y ella le animó a que continuase, porque le parecía que lo hacía muy bien. Él aún estaba reacio, recordando los sucesos extraños con el cuaderno. Tampoco quiso contárselo para no asustarla.

 

          No tardó en llegar una nueva Navidad, la primera de ambos juntos. Un poco antes habían decidido dar un paso más e iniciar la convivencia. Él le regaló unos pendientes muy vistosos, de los que Alberto había tomado nota, en una ocasión que ella los admirara en un escaparate. Él intentaba romper el papel de regalo de una pequeña caja que Susana había envuelto herméticamente, a conciencia. Cuando, al fin, abrió la caja, se quedó paralizado.

 

—¿Qué te ocurre, no te gusta?—. Dijo ella, desilusionada por su reacción.

—Sí, mucho. Gracias cariño. Es muy bonita— y le dio un largo y fuerte abrazo.

—Te noto raro—. Insistió ella.

—No es nada. Es que tuve una parecida hace tiempo, y me han venido recuerdos— mintió él. No es que fuera parecida, es que era clavadita a su antigua pluma. Es más, tuvo la extraña sensación de que se trataba de la misma que desapareció por arte de magia.

—Ah, entonces, ¿estás contento?—. Dijo ella más animada.

—Sí, claro. Mucho.

—Me gustaría que volvieras a escribir. Tienes que estrenarla—. Le animó Susana, ilusionada.

—Sí, voy a probarla ahora mismo.

 

          Cogió su cuaderno y escribió una bonita dedicatoria para Susana, en agradecimiento, que la hizo emocionarse por tan bellas palabras. En cuanto a Alberto, al instante supo que aquella era su pluma, por el tacto y la manera de escribir con ella. Entonces, recordó las últimas líneas que leyó en el cuaderno, y que aún estaban escritas en la página que arrancara y guardara en algún libro de su biblioteca: “...volveré. Y cuando lo haga, lo haré para quedarme y ya nada podrá separarnos”.

 

          La convivencia fue bien, en un principio. Él comenzó de nuevo a escribir ante la insistencia de ella. Entonces, no sabía, las consecuencias de aquello. Alberto, escribía y escribía. Gradualmente fue incrementando el tiempo que pasaba con su pluma, en detrimento de la atención a Susana. Comenzaron las primeras disputas por lo poco que dedicaban a hacer cosas juntos. Aunque Alberto lo intentaba, dejando de lado el cuaderno por unos días y atendiendo las demandas de Susana, al poco volvía de nuevo a coger su pluma, que lo acaparaba sin ser él consciente. Ella lo observaba desde atrás, ensimismado con sus escritos, apoyada en la puerta con los brazos cruzados, sin querer molestarle. Llegó hasta sentir celos de aquella pluma. Aunque fuera algo ridículo, el hecho era que notaba que aquel objeto tenía una influencia poderosa sobre él. Y es que hasta a Susana le resultaba bello verlo escribir. El cómo agarraba la pluma, los movimientos armónicos de la mano, como si se tratara de un pintor que estuviera trabajando en un cuadro. Se quedaba atontada por unos instantes si fijaba la vista en el cuaderno iluminado por el flexo. Luego reaccionaba y entraba en la salita para abrazar a Alberto, besándole el cuello y hablándole con dulzura para que lo dejara ya y fueran a cenar. Él reaccionaba, paraba de escribir, y dejaba a la pluma sumida en la oscuridad de la salita.

 

          Fue entonces, cuando de nuevo, comenzaron a aparecer notas con la letra de Alberto. Y esta vez no iban dirigidas a él, sino a Susana. Eran mensajes desagradables contra su persona y en hojas arrancadas del cuaderno, depositadas en distintos lugares de la casa, en cada ocasión. Ella pedía explicaciones a Alberto, que se excusaba sin saber qué decirle. Terminaban discutiendo y lanzándose reproches como dardos. La situación se tornó insufrible. Aquello era una locura.

 

          Alberto recordó las notas en su cuaderno, cuando estaba sumido en la depresión por la muerte de su padre. Él, en aquellos momentos, se encontraba confuso y nunca supo si fue su mano la que escribía aquellas notas, quizás en un estado de enajenación temporal donde no era consciente de lo que hacía. Tampoco encontró explicación a la misteriosa desaparición de la pluma. Lo único evidente era que había regresado a sus manos.

 

          Susana no pudo soportarlo más y se fue de la casa culpándolo a él de todo y diciéndole que había perdido la cabeza. Alberto, profundamente dolido, dejó pasar los días sin querer llamarla. El rencor fue mitigándose con el tiempo, y comenzó a echarla de menos. Para aliviar su pena, se enfrascó de nuevo en la escritura, dando rienda suelta a sus sentimientos y plasmándolos en el papel. Pero coger la pluma, fue lo peor que pudo hacer, pues esta, habiendo logrado deshacerse de su rival, ahora podía disponer por completo de Alberto y hacerle ir por otros derroteros. Manejaría su mano para que su imaginación volase y se perdiera en nuevas historias que le hicieran olvidarse de Susana. Ahora sería solo suyo y nada los separaría.

 

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Published on e-Stories.org on 13.12.2020.

 
 

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