Jona Umaes

Chivas

 

          Yolanda se encontraba ordenando el dormitorio. Acaba de hacer la cama y abrió el armario para guardar alguna ropa que acababa de planchar de su marido. Con uno de sus pies topó en las botas de bombero. De no utilizarse estaban criando polvo. Se tambalearon, pero la más próxima a ella terminó por caerse de lado. El cuello de una botella de whisky se asomó por la boca de la bota. Yolanda se quedó observándola por unos instantes. Multitud de miedos, tiempo atrás enterrados, afloraron con fuerza haciendo que se le erizaran los vellos. Imágenes del pasado se le cruzaron por la mente. Finalmente la tomó y vio que estaba sin abrir. Se dirigió entonces a la cocina, donde se encontraba su marido fregando los platos.

 

—Cariño —dijo ella cuando se paró tras él.

—Dime.

—¿De dónde ha salido esto? —Juan volvió la cabeza con las manos aún llenas de detergente y cayéndoles agua. Se las enjuagó y tras cerrar el grifo se volvió hacia su mujer, secándose con una bayeta.

—No sé. ¿Dónde la has encontrado?

 

          Juan fijó la mirada en la botella de líquido dorado, que lucía más bello aún por la luz de un rayo de luz que se colaba por la ventana e iluminaba el brazo de su mujer. Ella sostenía la botella como ambas manos, una en su base y la otra acomodando el grueso cuello del Chivas. Él estaba tan absorto contemplándolo que todo los demás desapareció de su vista, incluido el soberano sopapo que Yolanda le propinó con su mano derecha y que hizo que perdiera por unos segundos la visión del whisky.

 

—Te juro que no sé nada de esa botella —dijo Juan sorprendido.

 

____________________

 

—¿Te queda mucho, Yoli?

—No, ya estoy terminando.

 

          Juan conocía muy bien a su mujer y sabía que esa contestación correspondía a unos treinta minutos de espera. Acomodado en el salón, continuó leyendo el periódico. En la mesa de centro había una botella de whisky medio llena y un vaso que tan solo le quedaba un sorbo. Durante ese tiempo, siguió devorando noticias y tragando alcohol sin percatarse de la velocidad con la que lo hacía. Cuando su mujer por fin se presentó en el salón, vio con espanto como la botella había menguado y apenas le quedaba contenido.

 

—¡Juan, por favor! ¡No me digas que te has bebido la botella entera! —Este pegó un respingo, saliendo del sopor en que estaba sumido, tras el periódico abierto.

—¿Ya está lista? —dijo con voz alcoholizada.

—¡Estás borracho! ¡Pero, cómo se te ocurre! ¿Y ahora qué hacemos? Mis padres nos esperan para la cena. ¡Ve a darte una ducha fría! ¡Y no tardes! Conduciré yo.

 

Ya en camino, Yolanda estaba fuera de sí. Le dio chicle mentolado a su marido para disimular el hedor de su aliento.

 

—Procura no abrir la boca en toda la comida. Si te preguntan algo, les dices que estás un poco mareado y te sales fuera. Ya se me ocurrirá qué decirles.

 

          Como era natural, los padres de Yolanda no tardaron en darse cuenta del estado de Juan, por mucho que lo intentase disimular. Sus pies tropezaban con los muebles y no llegaba a caerse porque su mujer lo tenía agarrado del brazo. Aquella noche ella pasó tanta vergüenza que, por el camino de vuelta, no pudo contener el llanto, mientras se desahogaba soltando toda clase de improperios contra su marido.

 

—Tienes un problema con la maldita bebida. ¡Estoy harta! ¡Ya no lo soporto más! Mañana mismo buscamos ayuda. ¡Y si no estás de acuerdo, haces las maletas y te vas donde te plazca! —A Juan ya se le había pasado en gran parte los efectos de la bebida y estaba lo suficientemente lúcido para comprender lo que le decía su mujer.

—Tienes razón. Empiezo con un vaso y ya no puedo parar. Me digo “solo uno más”, y luego se me olvida que era el último.

—Esta noche coges todas las botellas que haya en la casa y las tiras al contenedor. Y ni se te ocurra esconder alguna, que como la encuentre te doy con ella en la cabeza.

 

          Al día siguiente acudieron a una asociación de alcohólicos. Ese fue el primer paso y en el que Juan se dio cuenta de cómo de grave era su problema. Las personas que conoció allí eran de diferente estatus social, edad y sexo. Se vio identificado con las historias que contaban. Sus vivencias respecto al alcohol eran similares. Aquello le abrió los ojos y comprendió cuan hondo era el pozo en el que había caído. Con el pasar del tiempo aquellas personas se convirtieron en su segunda familia. Hizo buenas amistades y logró controlar sus impulsos respecto a la bebida. Sabía que nunca se curaría de su enfermedad, pero había logrado desarrollar la voluntad para no volver a beber.

 

          La relación con su mujer mejoró muchísimo desde que alcohol se erradicó de su hogar. Él estaba más estable y volvió la alegría de vivir a su casa. Pero un nuevo zarpazo de la vida sacudió a Juan. En su trabajo de bombero, un día que estaban en plena faena con el fuego, a Juan le cayó encima un mueble de una vivienda en un infierno de humo y llamas. Quedó aprisionado bajo aquel peso, pero tuvo la suerte de que sus compañeros pudieron rescatarle antes que muriera abrasado. Aquello le produjo una lesión grave en la columna por la que le dieron de baja del servicio por invalidez.

 

          Desde entonces, el matrimonio vivió de la pensión que recibía por su incapacidad y Juan pasaba la mayor parte del tiempo en casa, con su mujer. Cuando salían, lo hacían siempre juntos, y de las pocas veces que quedaba él solo con los amigos, ella hablaba antes con uno de ellos, de confianza, y le pedía que estuviera pendiente de que no probara ni una gota de alcohol.

 

          Los años pasaron volando y el matrimonio tenía una vida estable y tranquila. Atrás quedaron los problemas de Juan con la bebida, que pasó a ser presa del olvido, hasta que Yolanda encontró la botella dentro de la bota.

 

____________________

 

—A ver, dame eso —Juan leyó la etiqueta—. Cariño, esta botella tiene más de 15 años. Mira —dijo señalando la fecha de embotellado—. La etiqueta está rancia, apenas se puede leer. ¿Dónde la has encontrado?

—En una de tus botas —dijo Yolanda inquisidora y desconfiada.

—Lleva tanto tiempo ahí que ni la recordaba. Ya que la has encontrado, ¿echamos un traguito?

—Te voy a… —Yolanda alzó la mano para darle otra guantada, mientras él sonreía por la ocurrencia.

—¡Quieta parada! —dijo él cogiéndole el brazo levantado—. Tiró la botella por la ventana abierta y un gato despistado recibió el golpe, emitiendo un maullido lastimero. Juan cogió la cintura de Yolanda con su mano libre y le dijo:

—¿Bailamos un vals? —arrancando una sonrisa de alivio a su mujer.

 

 

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Published on e-Stories.org on 19.09.2020.

 
 

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