Jona Umaes

Elorrio

―Hola. Me ha asustado usted ―le dije.
―Disculpe, estaba en el confesionario con mis rezos.
―¿Por qué no encienden las luces?
―Es mediodía. No suele venir gente a estas horas. Economizamos todo lo que podemos.



―Y el pasillo, ¿dónde lleva? ―insistí.
―Este subterráneo albergaba en la antigüedad calabozos. Aún quedan aperos de tortura en algunas celdas. ¿Tiene curiosidad?
―Sí, por favor. Es interesante.
―No hay luz en éste pasadizo. Hace muchos años que nadie los recorre. No hay necesidad. Usaré una de las teas de la pared para iluminar y nos dará un poco de calor. Aquí hace bastante fresco.




Llegué a la plaza de la iglesia tras picar algo en una tasca sin cruzarme con persona alguna. Sólo un puñado de turistas tomaban algo en un restaurante. El templo estaba circundado por portales, tejados de madera y más imágenes de piedra. Abrí la puerta y al entrar me cegó la oscuridad. Hasta que la puerta se cerró no me di cuenta cuan en penumbras me encontraba. El cambio de temperatura fue brusco y hasta sentí frío. El suelo era de piedra. Cuando mis ojos se adaptaron a la escasa luz pude apreciar mejor el interior. El edificio estaba desierto y eché en falta la luz cálida de las velas que siempre hay en los templos. Me encontraba sólo, en total silencio. Me sobrecogió la urna iluminada donde yacía la figura de Jesús a tamaño real en aquella noche impuesta. Haces de luz entraban por los mosaicos de los ventanales proyectándose en el suelo en un estallido de color. Nunca había visitado una parroquia con tan poca luz. Una cruz con el señor y dos ángeles, en el retablo, lucían oscuros en contraste con los colores de la vidriera tras ellos.




Tenía frente amplia y clara. De ojos saltones y facciones laxas. Irradiaba tranquilidad.

―Es una iglesia muy bonita pero apenas he podido hacer fotos con esta penumbra. La urna iluminada es realmente impactante.
―Sí, es muy bella. Luce mejor con poca luz.
―¿Viene mucha gente a visitar la parroquia?
―No a estas horas. Más tarde, cuando encendemos las luces. Veo que no teme la oscuridad ni la soledad del templo.
―Es la casa del Señor. ¿Qué puedo temer?
―Tiene razón, aquí nada malo puede ocurrirle. Venga conmigo. Le enseñaré algo que no se permite ver a los turistas.




Cuando llegué al Elorrio era mediodía. Apenas si vi lugareños o turistas por las calles. El sol apretaba con fuerza. El calor seco invitaba a refugiarse a la sombra y las únicas personas que vi estaban sentadas en un bar junto a la carretera, almorzando. Aparqué a las afueras, muy cerca de un puente de piedra debajo del cual circulaba un arroyo de agua fresca y transparente. El único ruido que se escuchaba era el discurrir de la corriente mansa bajo la sombra de la densa vegetación y la brisa del viento acariciando las hojas y meciendo las ramas a las que se asían. Era un sonido que iba y venía, acompañando al del riachuelo, como si se tratara de una orquesta donde el trasiego de notas ligeras de los solistas rompiera el fondo continuo del resto de instrumentos.




Me planté delante de la urna. Estaba incrustada al pie de un mural de piedra con forma triangular sobre el que una pintura de un inmenso sol, apagado en ese momento, proyectaba rayos dorados. Sobre él la escena de un paisaje con un lago y una multitud viendo como un moro estaba a punto de degollar con su espada a un monje arrodillado y atado a un poste. La pintura lucía preciosa hasta en la penumbra. Pero estaba incómodo en aquella oscuridad desconocida. La iglesia me imponía. Noté como una mano me tocaba levemente el hombro derecho. Pegué un respingo y el corazón se aceleró de forma que hasta me costaba respirar. Miré hacia atrás y no había nadie. Alterado, pensé que estaba sugestionado por el lugar, e intenté calmarme. Seguí paseando por el templo y escuché el crujido de una madera en el otro extremo del edificio donde reinaba la total oscuridad. A continuación, escuché el leve sonido de unos pasos pausados y vi aparecer de la nada la figura de un hombre que venía hacia mí. Era el párroco de la iglesia. Su hábito, que casi rozaba el suelo, parecía hacerle flotar sobre la piedra por la escasa luz.




Entramos, por una puerta lateral, a un despacho. Lo cruzamos y salimos a unas escaleras de piedra que descendían. Bajamos una docena de escalones con la luz mortecina de una bombilla en la pared repleta de líquenes. Al llegar al rellano, accionó un interruptor y sacó un manojo de llaves de hierro. Un largo pasillo se perdía en la oscuridad por un lateral.

―¿Dónde lleva ese pasillo?

Como si no me hubiera escuchado, abrió una puerta de madera, con enormes clavos, que chirrió en un largo lamento. Al darle al pulsador vio la luz una habitación con docenas de imágenes religiosas antiquísimas. Estaban muy deterioradas. También había cuadros con pinturas desgastadas por el tiempo y de valor incalculable.

―Esto es parte del antiguo mobiliario de nuestra parroquia. Son reliquias de varios siglos de antigüedad. Quizás algún día algún restaurador pueda recuperarlas para que luzcan como deben y la gente pueda disfrutarlas.

El polvo se había apropiado de aquella habitación y grandes telarañas hacían las veces de blancos visillos, dando su toque decorativo. Salieron del cuarto y el párroco volvió a cerrar con llave, dejando a salvo aquel preciado tesoro.




Las fachadas de las casas lucían la piel rugosa, propia de las viviendas de edad avanzada, con piedras de mediano tamaño, tachonadas uniformemente por los huecos sobrios de ventanales y puertas cuyo cerco eran grandes bloques de piedra lisa. Los balcones abiertos eran de hierro forjado y los cerrados, de oscura madera y cristaleras. Aquella arquitectura exhalaba frescor rústico a juego con el entorno donde se encontraba.
Pasé junto a un cristo de piedra en lo alto de una columna pulida, plantada en la confluencia de dos calles. Me refresqué en la fuente de un parque de grandes árboles y muro de piedras apiladas donde la figura de una virgen, en una pequeña capilla, parecía proteger aquel vergel. También me encontré una pared de pelota vasca y una gran casa espigada color carne al abrigo del sol. Junto al parque otra cruz pétrea en plena calle. Ésta tenía la peculiaridad que dos aspas más le daban forma de estrella, con grabados muy elaborados. Pensé que en aquel pueblo debían de ser muy devotos, dada la cantidad de imágenes al aire libre.




Con la antorcha en la mano anduvimos unos metros. Realmente allí hacía frío y el cura tenía razón. La llama desprendía una calidez que era de agradecer. A causa del movimiento, el resplandor de la llama hacía bailar nuestras sombras y aunque no soy claustrofóbico, ir adentrándonos en aquella oscuridad me angustiaba. Llegamos a la puerta enrejada de una mazmorra. La empujó, pero el hierro estaba tan oxidado que quedó tal cual estaba. Le ayudé echando el peso de mi cuerpo y finalmente cedió. Una vez dentro recorrió con la antorcha la pequeña estancia. Una rata se asustó de la luz y salió por patas emitiendo un pequeño chillido. Nos apartamos de la alimaña asqueados. En las paredes vimos grandes aros de hierro. Seguramente los usarían como pasadores de cuerdas. En el suelo también yacía el resto de una especie de collar con puntas hacia dentro, dejando espacio para Dios sabe qué.

―Menudo juguetito. Da repelús solo verlo. ―dije.

Salimos del cuarto y continuamos por el pasillo. Pasamos por delante de varias mazmorras más sin apenas detenernos. El cura alumbrababa desde la puerta para echar un vistazo rápido. 

―Hay algo de corriente aquí. ¿Hay salida al final del túnel?
―Sí, hay una abertura que da al bosque, a las afueras del pueblo. ¿Ve aquel pequeño punto blanco? ―dijo señalando hacia adelante―. Es la salida. Estará a unos trescientos metros.
―Uff, apenas se distingue. Debe de recorrer toda la extensión del pueblo.

Habíamos caminado unos cincuenta metros desde la escalera que descendimos, cuando el párroco se detuvo y me dijo.

―¿Me sostiene un momento el fuego?

Cogí la antorcha y me espetó:

―Debo dejarle.
―¿Cómo? ―dije sorprendido.

Entonces vi cómo su figura se difuminaba a la luz de la antorcha hasta que desapareció. Un golpe de corriente zarandeó violentamente la llama y la apagó. Me quedé atónito.

―¡La leche! ¡Qué cosas me pasan!

Busqué a tientas mi teléfono móvil para tener algo de luz. No me hacía ninguna gracia estar enterrado en aquel lugar, a oscuras y con espíritus rondándome. El corazón golpeaba mi pecho y los nervios no me dejaban pensar con claridad. Sólo quería salir de allí. Logré encender la linterna y eché a correr hacia la luz del final de aquella ratonera. Me faltaba el aire, pero seguí corriendo, sudando a pesar del frío. La luz del final crecía de tamaño, pero se me hacía eterna la distancia. Cuando llegué a la salida, estaba exhausto, chorreando sudor como si hubiera estado a pleno sol. Me senté en el suelo para recuperar el aliento. Tuve que abrirme paso a través de ramas que obstaculizaban la salida, pero al fin pude respirar aire limpio. Seguí un sendero apenas perceptible que me llevó al riachuelo que vi al llegar al pueblo. Me refresqué con el agua cristalina y recuperé la compostura.

Mientras me alejaba  de la población en el coche, pensé en lo sucedido y que sería una buena historia para contar.

 

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Published on e-Stories.org on 29.02.2020.

 
 

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